París, te amo es una película de 2006 dirigida por varios directores de distintas nacionalidades. Está integrada por 18 cortometrajes que corresponden a 18 (de los 20) distritos (arrondissements) de la ciudad. El tema central, como se puede adivinar, es el amor, e incluye una historia de vampiros. Uno de esos cortos se llama Parc Monceau (Parque Monceau), dirigido por el director mexicano Alfonso Cuarón (Ciudad de México, 1961). Dura apenas 5 minutos y se desarrolla en un plano secuencia (una sola toma) mientras los dos personajes principales caminan por la calle, por el Boulevard de Courcelles que pasa a un lado del Parque Monceau. Se trata de un ingenioso diálogo que nos conduce a imaginar lo que no es, para finalmente descubrir la verdadera razón del encuentro de dichos personajes. La historia fue escrita por el propio Cuarón, mientras viajaba en taxi de Pisa a Cannes (¿cuánto le habrá costado la dejada?). Este es un video de YouTube de Parc Monceau, de Cuarón, para que la recuerden.
Parc Monceau, de Alfonso Cuarón (2006).
Lo curioso es que el Parque Monceau que da nombre al cortometraje nunca aparece en él. Ni siquiera un fragmento de la bella herrería de la reja que lo rodea. Fue construido en 1778 y hoy cubre una extensión de 82 506 metros cuadrados. En 1797 fue escenario del aterrizaje del primer salto de paracaídas que hizo un tal André Jacques Garnerin, quien se lanzó desde un rudimentario globo (que incluso lo pudo haber matado antes de saltar). Claude Monet pintó varios cuadros en el parque, lo que nos da pistas de la belleza de este lugar. Su diseño paisajista, entre inglés y oriental, dio paso una sucesión de extrañas construcciones, que incluían una pirámide egipcia, un castillo gótico y una pagoda china, entre otros excesos. De todas ellas destaca un estanque rodeado de columnas y que lleva el nombre de Naumaquia: lugar donde en la antigua Roma se representaban combates navales. Monceau es hoy un parque de extraordinaria belleza que, afortunadamente, no es visitado por las grandes masas de turistas. Es una verdadera joya. Un remanso para ir a caminar y a descansar, fuera del ajetreo de la ciudad.
Henry (Enrico) Cernuschi (1821-1896) fue uno de los tres héroes italianos que liberaron a Milán de la ocupación austriaca, y quien más tarde tuvo que refugiarse en Francia. Algo debe haber salido mal. Si bien sus primeros años fueron muy difíciles, logró hacerse de una buena reputación como economista y, posteriormente, como consultor de inversionistas. Compró además acciones de diversos negocios, lo que le permitió acumular una fortuna millonaria. Cernuschi realizó viajes por todo el mundo entre 1871 y 1873. Durante su estancia en Japón y China, adquirió alrededor de 5 000 piezas de arte que pasaron a constituir el centro de su colección. En París, compró el último terreno disponible junto al Parque Monceau. Allí construyó su mansión para vivir rodeado de sus obras de arte. Murió en Menton, una ciudad cerca de la frontera con Italia, en 1896. Antes de morir, había donado su casa y sus colecciones a la ciudad de París. Hoy es el Museo Cernuschi de Artes Asiáticas, un museo fuera de serie que muestra colecciones de China, Japón, Corea y Vietnam, entre otros países., además de exposiciones temporales que incluyen arte contemporáneo. Es un museo que, afortunadamente, también se encuentra fuera del circuito del turismo masivo.
Desde el cortometraje de Cuarón, hasta el Museo Cernuschi, pasando por el Parque Monceau y el breve descanso de la chica vigilante, parecen ser piezas de la misma historia de amor, de amor al arte, y que hemos tomado como pretexto para mostrar algunas fotografías de espacios que se han convertido en lugares.
Veo que mi última publicación tiene fecha del 9 de marzo de 2018. Durante 10 meses he estado alejado de este blog y la única razón dudosamente válida que encuentro es que estuve inmerso en un periodo sabático, escribiendo un libro sobre sustentabilidad. En mi página descubro varios borradores que nunca vieron la luz… o la oscuridad. Así que después de 300 días de ausencia retomo el ejercicio de escritura en este medio. Dedico esta entrada a mi buen amigo Luis Porter Galetar quien, por cierto, obtuvo el Premio ANUIES 2018 por su Trayectoria Profesional en Educación Superior y Contribución a su Desarrollo.
Luis Porter, entrevistado por la publicación Al Momento. Copyright Al Momento, 2018.
Y hablando de Luis Porter, el 22 de febrero del año pasado tuve la oportunidad de participar en la presentación de su libro Lecciones a mí mismo. Vida y universidad. Esto sucedió en el Palacio de Minería de la ciudad de México, a las cinco de la tarde. Se trata de un libro extraordinario que aborda diversos problemas de la universidad pública mexicana. Pero del libro hablaremos en otra entrada con más calma y detalle. Lo que ahora me ocupa es otro asunto. Después de la presentación, la firma de ejemplares por el autor y el desalojo de la sala, los participantes nos despedimos en el pasillo, en medio de ríos de gente que iba a la caza de buenos libros. Le dije a Luis que quería aprovechar que todavía era temprano y había luz natural para tomar algunas fotografías en el Centro Histórico. Fue entonces cuando, bajando un poco la voz, me dijo lo siguiente, o algo muy parecido: «Mira, el Centro Histórico es una maravilla y esconde muchos lugares que hay que visitar. La mayoría de esos sitios puedes encontrarlos en las guías turísticas, como el Palacio Postal, el Museo Nacional de Arte, el Café de Tacuba, La Casa de los Azulejos, el Museo de la Estampa o el Franz Mayer, entre muchos más. Pero el Centro Histórico, he podido descubrir en mis largas caminatas, encierra un verdadero misterio». Fue entonces cuando hizo una breve pausa para despedirse de algunos colegas y estudiantes.
Y prosiguió: «No sé exactamente a qué se deba, pero algunas veces de forma inesperada encuentras ciertas anomalías – Luis enfatizó la palabra «anomalías» con un gesto bastante anómalo que me sacó de onda momentáneamente . Son anomalías, prosiguió, en el paisaje urbano de este sector de la ciudad. Si vas distraído en tus pensamientos es posible que ni te des cuenta, porque suelen mostrarse de manera muy sutil. Pero si vas con los sentidos muy atentos no tendrás ningún problema. No tengo una explicación, pero sí tengo la intuición de que tiene que ver con una especie de algoritmo o algo así, que depende de cuántas veces dobles las esquinas a la derecha y cuántas a la izquierda, en secuencias que contengan como múltiplo al número áureo phi, siempre y cuando se siga un plano tangencial de la figura fractal más próxima al eje de rotación». Me quedé viendo la magnífica cúpula del Palacio de Minería como si allí pudiera encontrar alguna pista de lo que acababa de escuchar. Como no la encontré, me limite a contestar que procuraría estar atento, siempre y cuando ningún perro callejero me distrajera. Luis se limitó a encogerse de hombros y decir «Chao», mientras se encaminaba apresuradamente a la escalera más próxima. Pude notar que iba silvando el tercer movimiento de la décima sinfonía de Mahler (allegretto moderato). Nada mal para no llevar la partitura encima.
A decir verdad, me desentendí de las apreciaciones de Porter respecto a las supuestas anomalías. Así que torcí a la derecha y a la izquierda según se me antojara en el momento. Fue en ese azaroso deambular que llegué a una esquina del Centro Histórico donde a finales del siglo XIX había una joyería que se llamaba «La Esmeralda». Ya no hay ni rastro de esa joyería de lujo, excepto que al edificio se le quedó ese nombre. En la planta baja está ocupada por una tienda de discos y en la planta superior hay un lugar muy interesante, aunque puede pasar desapercibido si uno lleva la mirada clavada al nivel de la acera: el Museo del Estanquillo. Hay que entrar por un estrecho y no muy atractivo pasillo que conduce a un pequeño elevador que debe tener una capacidad máxima para cargar 2.5 personas. Es mejor no llevar prisa, pues el elevador se toma su tiempo para cubrir los cinco metros y medio que separan la planta baja y la primera. Pero la subida vale la pena. El Museo alberga varias colecciones del escritor Carlos Monsiváis (Ciudad de México: 1938-2010), que fue enriqueciendo a lo largo de 30 años: fotografía, carteles, miniaturas, juguetes, dibujos y caricaturas, grabados. Monsiváis visitaba los fines de semana lugares como La Lagunilla y la Plaza San Ángel para comprar los objetos más disímiles (de ahí el nombre del Museo) y llegar a juntar alrededor de 12 000, todos relacionados con la cultura popular mexicana (su debilidad por el mundo de las luchas y de los luchadores es muy conocida). Según veo en una placa, este lugar se encuentra en la calle de Isabel La Católica número 26.
No fue hasta el momento de editar las fotografías que había tomado en el Centro Histórico de la CDMX que pude descubrir la extraña fachada de un edificio, como se puede apreciar en la fotografía de arriba. Basta observar cómo las líneas que debieran ser verticales ahora toman direcciones divergentes, o convergentes, según se mire. Nada que ver con los estilos arquitectónicos de los edificios aledaños. Después de investigar un poco, descubro que se trata del Edificio París, situado en el número 32 de la calle de 5 de Mayo, esquina con Motolinía. Fue construido en 1907 y en su interior alguna vez albergó un cine. Es un emblema del porfirismo afrancesado y de estilo ecléctico. Bueno, al menos cuando no decide convertirse en una anomalía de las que me advertía Luis.
La gente creía que era francesa, pero nació en Nueva York el 1 de febrero de 1926. Le gustaba que la llamaran Vivian, Viv o «señorita Meyer». Murió a los 83 años de edad en Chicago, el 21 de abril de 2009, sumida en la pobreza y sola. Sus padres eran judíos refugiados en los Estados Unidos: su madre de origen francés y su padre de nacionalidad austríaca. Vivian Meier trabajó como niñera durante cuatro décadas en Nueva York y Chicago, principalmente en esta última ciudad y, al mismo tiempo, ejerció con extraordinaria vehemencia una afición por la que hoy es conocida en todo el mundo: la fotografía.
Vivian Maier. Canadá, sin fecha.
Vivian Maier. Sin título, 1954.
Vivian Maier. Nueva York, sin fecha.
Vivian Maier. Chicago, 1956.
Aparentemente, jamás buscó reconocimiento alguno por esta pasión: nunca mostró sus fotos a nadie. Miles de negativos fueron celosamente guardados sin revelar. ¿Para qué o para quién fotografiaba? Su vida en realidad es todo un misterio, pues era más bien una mujer muy retraída, sin vida social y amistades con quienes se viera regularmente (o al menos eso parece) y nunca se casó. Existen aún enormes vacíos sobre su vida. Pero esto está cambiando, gracias a la labor de investigación que desde 2007 John Maloof está realizando. Se trata de un joven afortunado que compró un montón de negativos viejos en una subasta (por 380 dólares), sin saber a quien habían pertenecido. Con 150 mil negativos de Vivian Maier sin imprimir y viendo el valor artístico de sus fotos, Maloof solicitó ayuda a algunos museos de renombre, como el Museum of Modern Art (MoMa), de Nueva York, para curarlas. Ninguno aceptó y fue cuando decidió convertirse en curador de su obra él mismo. Ha realizado exposiciones, escribió un libro y dirigió un documental sobre ella: Finding Vivian Maier. Gracias a él hoy podemos disfrutar de su extraordinario arte.
Vivian Maier. Auto-retrato sin fecha.
Vivian Maier. Auto-retrato, 1955.
Vivian Maier. Auto-retrato, sin fecha.
Vivian Maier. Auto-retrato, 1955.
El dueño de galerías de arte Howard Greenberg, quien se unió a John Maloof para difundir la obra de Vivian Maier, dice: “Durante su vida fotografió compulsivamente y dejó unos 150.000 negativos y diapositivas. En mi experiencia, y en la de otros historiadores de la fotografía, no hay ningún otro fotógrafo que haya trabajado de forma tan exhaustiva sin compartir, o sin necesidad de compartir, tal corpus con el público. Por supuesto, esto está relacionado con la peculiar psicología de una persona a la que nunca podremos conocer. Es un enigma”. Afortunadamente, no sólo Maloof sino también otras personas interesadas en resolver la misteriosa vida de la niñera, han venido descubriendo poco a poco nuevas piezas sueltas de este complejo rompecabezas.
Vivian Maier. Chicago, octubre de 1976.
Vivian Maier. Sin título, 1956.
Vivian Maier. Sin título, 1979.
Vivian Maier. Sin título, 1980.
Algunos de los niños que Maier cuidaba, hoy ya adultos, recuerdan a su nana dando largos paseos por Chicago, con su cámara Rolleiflex colgando a la altura de la cintura. Ella era una mujer muy alta, de aproximadamente 1.80 metros. Su cámara de formato medio, de 6 x 6, tiene un visor situado en la parte superior, lo que le permitía tomar fotos a las personas de forma desapecibida. Sin embargo, muchos de sus retratos callejeros evidencian que ella se sentía cómoda acercándose a sus sujetos y haciendo que miraran directamente a la lente. Fotografiaba lo mismo gente pobre, pordioseros y borrachos tirados en la acera, que de la alta sociedad, luciendo joyas, zapatos caros y ropa exclusiva. Sus auto-retratos se distinguen porque en la mayoría de ellos su figura aparece reflejada en diversas superficies o proyectada su sombra por el sol.
Vivian Maier. Audrey Hepburn, Chicago, 1964.
Vivian Maier. Nueva York, 1954.
Vivian Maier. Nueva York, 1954.
Vivian Maier. Chicago, 1962.
Como la mayoría de las cosas en la vida, me topé por pura suerte con la obra de Vivian Maier en Internet hace un par de años. Entonces pensé en escribir una entrada sobre esta misteriosa nanny, pero fue hasta hace un par de días que me acordé de ella y de las notas que había escrito sobre ella. Hay dos sitios en la red que deben visitarse para saber más sobre esta extraordinaria fotógrafa: 1) donde se encuentran sus obras e información sobre su vida, organizado por John Maloof, su descubridor; 2) donde se puede ver el documental Finding Vivian Maier, de una hora y 20 minutos, dirigida por el propio Maloof, y producida por Charlie Siskel.
El chofer del servicio de traslados nos estaba esperando ya con un pequeño cartel con mi nombre. Bastó un breve intercambio de palabras para llegar a tres conclusiones importantes: 1) yo no hablo francés; 2) él no habla español ni inglés; 3) ninguno de los dos habla el macedonio ni el euskera. Le dije que íbamos a un hotel en La Defense y le proporcioné una tarjeta con la dirección exacta. La leyó y la introdujo a su sistema de GPS. Todo, aparentemente, bajo control. En unos veinte minutos llegamos a esta zona y nos introdujimos en un mundo de avenidas, pasos a desnivel y glorietas. El chofer veía con cierta preocupación la pantalla del GPS y parecía no comprender la situación. En su básico inglés me decía “it’s very complex”. Cosa que nos quedó bien clara después de otros veinte minutos de dar vueltas y tomar otras rampas y no llegar a nuestro destino. Me pidió de nuevo la tarjeta para ver el teléfono del hotel. Habló y pidió instrucciones para llegar. Escuchaba y repetía “d’accord, d’accord” (frase que me tranquilizaba). Colgó y nos embarcamos en otro round de vueltas y retornos… y nada. Habló dos veces más y seguía con su “d’accord”, entre otras frases que denotaban una creciente desesperación. Después de diez minutos más de intentos al fin llegamos a la puerta de nuestro hotel. Respiró aliviado y se deshizo en disculpas y volvió a decir que la zona era “very complex”. Gracias a mi escaso francés de guía turística, pude captar ese “Desolé!… Desolé!”.
Pero, ¿qué carambas es La Defense (La Defensa, en español)? Se trata del barrio de negocios de París que, para no irrumpir en el corazón de la capital francesa ni romper con la arquitectura clásica, parques y bulevares haussmannianos que tanto nos atraen, se asentó a dos kilómetros de los límites externos de su centro, en el oeste, cruzando el río Sena. De esta manera, no se afectó ninguno de sus 20 distritos (arrondissements), dotados cada uno de su propio carácter e historia. Estamos hablando de una extensa zona de 160 hectáreas situadas en tres comunas: Nanterre, Puteaux y Courbevoie. Tiene una explanada peatonal (¡una maravilla!) de 31 hectáreas, que conecta los edificios y que incluye jardines colgantes, rampas y pasajes, además de ochenta obras de arte (que convierten al área en un museo al aire libre), áreas de descanso, diversión, salas de exposición, comercio y mercados. La zona está perfectamente conectada con el resto de París por medio de la Línea 1 del metro y el RER (Réseau Express Regional), que es el sistema ferroviario regional. En solo 15 minutos se puede uno bajar en el Museo del Louvre, o en 5 minutos más en la Plaza de la Bastilla. A los habitantes y trabajadores de La Defense se les llama «Defénsois» que, por cierto, suena bien.
La construcción de La Defense inició en la década de 1960, pero fue diez años después que la zona adquirió impulso. Si bien al comienzo los diseños eran más bien convencionales, poco a poco se hicieron más audaces y el único limite sería la creatividad de los arquitectos, urbanistas y artistas plásticos que, en conjunto, imprimieron un sello tan especial que hoy constituye un lugar que merece ser visitado, al igual que la Torre Eiffel, Montmartre o el Barrio Latino. Aquí coexisten perfectamente la escala de los grandes rascacielos con la de espacios acogedores «a ras del suelo» donde se puede convivir, hacer ejercicio, aprender a bailar o comprar quesos y verduras directamente de los productores locales. El centro de atención de todo el conjunto es el Gran Arco, situado en el extremo oeste de la explanada: un inmenso cubo de hormigón recubierto de cristal y mármol blanco de Carrara, de 110 metros de lado y con un peso de 300 mil toneladas. La catedral de Notre Dame cabe completamente entre las paredes del Arco. Por dentro, alberga diversas dependencias de gobierno y de empresas francesas e internacionales. Si se mira un mapa, se puede constatar que el Gran Arco está en alineación con el Arco del Triunfo, el obelisco de la Plaza de la Concordia, el Arco del Carrusel y la pirámide de cristal del Museo del Louvre. ¡Vaya si son obsesivos estos urbanistas con el orden!
La Defense cuenta con un sitio oficial en Internet (www.ladefense.fr) muy bien organizado donde podemos encontrar información de primera mano para visitar y conocer mejor este barrio. Incluso tiene un catálogo pormenorizado de las obras de arte que están distribuidas en distintas partes de la explanada. Por cierto, ésta extensa superficie se puede recorrer con un mapa o una guía en la mano o, como nosotros, dejándonos llevar por la curiosidad y descubrir sus inesperados rincones, que pueden incluir un cultivo de vides, árboles con una estructura de madera para que los visitantes observen de cerca sus copas (con la benevolencia de los pájaros que los habitan), agradables bares al aire libre donde se puede disfrutar la «hora feliz», una visita a la cubierta del Gran Arco con vistas espectaculares de París… Aunque se intente, es casi imposible perderse en La Defense, debido a que se encuentra muy bien señalizada. Una de las cosas que descubrimos es que los turistas aún son una minoría entre la gente que recorre esta área. Nada de filas interminables o grupos conducidos por sus guías, indicándoles que miren a la derecha o a la izquierda, lo cual es de agradecer, sobre todo en verano. No hay que olvidar que París es visitada por más de 18 millones de turistas extranjeros cada año.
Alojarnos en un hotel de La Defense, nos permitió explorar y conocer una nueva dimensión de la ya alucinante ciudad de París. Desde nuestra habitación teníamos una gran panorámica que incluía no sólo la explanada central, sino también la Fundación Louis Vuitton, en medio del Bosque de Bolonia, y la Torre Eiffel al fondo. Por cierto, si el lector o lectora de esta entrada observa la foto correspondiente a esta vista (dos fotos arriba) podrá advertir una edificación enorme que se levanta y oculta mínimamente la Fundación en el extremo izquierdo. He consultado mapas y fotos satelitales (incluyendo Google Earth) y no encuentro ni una pista de cuál puede ser. ¿Alguna sugerencia? Por lo pronto queda como un enigma a resolver.
Finalmente, si se están preguntando quién vino a recogernos para llevarnos de vuelta al aeropuerto al final de nuestra estancia (yo sí lo hice, y con cierta preocupación)… sí, justamente el mismo chofer que nos trajo. Llegó cinco minutos antes de lo convenido y con una amplia sonrisa que claramente significaba «Not very complex!». Salimos sin contratiempo alguno y llegamos rápido al CDG.
Veo que mi entrada más reciente es del 5 de febrero. Es decir, han pasado 5 meses y 4 días sin que haya escrito nada nuevo en este blog. Sin embargo, debo decir que las fotografías que aparecen en esta entrada han estado listas para publicarse desde hace más de seis meses. El problema consistía en que no sabía qué texto debía acompañarlas. Una primera idea fue la de simplemente dejar que las fotografías hablaran por sí solas. Después de varios días con sus noches, bajo una observación muy rigurosa y científica, descubrí que las fotografías no hablan, a pesar de la extendida creencia de que sí lo hacen.
Calle a la boloñesa. (C) Arturo Guillaumín T. / 2016
El problema parecía ser la escritura misma. Después de meditarlo un rato, me di cuenta que lo que yo sufría era lo que en inglés se denomina writer’s block, es decir “bloqueo del escritor”. Pero después de extender mi meditación por unos cinco segundos adicionales, caí en la cuenta de que yo no soy escritor y que, por tanto, no podía sufrir de esa interesante aflicción. Así que inmediatamente se me ocurrió consultar el terminajo en Wikipedia. Allí encuentro que el susodicho bloqueo también se da en “otros autores creativos” cuando están faltos de ideas que les permita avanzar sus obras. Decido acogerme a la Quinta Enmienda de la Constitución de Maui y considerarme dentro de esos “otros” autores creativos.
En resumen, me ha costado mucho trabajo decidir qué texto podía acompañar la serie de fotografías que presento en esta entrada. La primera opción que se me ocurrió, como ya se dijo, fue desechada. Tampoco sabía si describir técnicamente el método que seguí para lograr estos efectos van goghianos… O mejor contar acerca de las condiciones ambientales en las que tomé cada una de ellas: temperatura, presión atmosférica, humedad, emisiones de CO2, etc. Una cuarta opción me resultó más atractiva: tejer una mini-historia alrededor de cada foto. Pero eso podría resultar excesivo y llevaría demasiado espacio. Por supuesto, también sopesé la opción de escribir una sola narrativa que ligara las nueve fotografías en un solo tiro: la misteriosa mujer que baila en una de las inmensas salas del Tate Modern huye por la puerta trasera (no sabemos de qué) que la lleva a un embarcadero donde secuestra la tripulación de una embarcación, a la que obliga a llevarla hasta La Cité, en el río Sena, donde conoce a un extraño obispo que… Mentalmente todo encajaba a la perfección, de no ser por el perro que deambulaba felizmente por una placita de Guanajuato.
De los regalos que recibí durante mi infancia, recuerdo tres con especial gusto: un juego de sheriff, un patín del diablo y mi primera bicicleta. El primero consistía en dos pistolas, varias tiras de chinampines(as), un cinturón con un par de fundas y, lo mejor, una placa plateada de plástico que me daba la autoridad correspondiente para imponer el orden en el barrio. Durante las vacaciones, el uso de la bici rayaba en la obsesión. Antes de acostarme, la estacionaba junto a la cama para que al día siguiente estuviera a la mano para subirme a ella y salir lo más temprano posible en la mañana. Está de más decir que pasaba muchas horas al día con ella… hasta que entraron en escena los patines.
¿A quién no le gustan las bicicletas? Es un artefacto muy versátil y lo podemos ver como juguete, para hacer deporte, como medio de transporte y de trabajo, e incluso como un objeto bello y simple (aunque hoy se tengan materiales como la fibra de carbono y algunas partes computarizadas). En varios sentidos se le ve hoy como símbolo de la protección ambiental, una vida saludable, la humanización de las ciudades y la sustentabilidad. Después de todo, de tantos deslumbrantes adelantos tecnológicos durante los últimos 200 años, quizá constituya una de las invenciones modernas más importantes para la humanidad. Quiero pensar, al igual que un creciente numero de personas, que constituye una de las claves para un futuro mejor, a pesar de su sencillez de formas y diseño básico.
A los autos se les clasifica como «transporte personal», debido a que un individuo los posee y controla y generalmente lleva a un ocupante o a un número pequeño de pasajeros ocasionales. Las bicicletas son también un transporte personal, pero son impulsadas por la energía humana (que a final de cuentas es de flujo) y no por la liberada por los hidrocarburos. El mundo tiene más de 1 000 millones de bicicletas y duplica el número de autos y, desde la década de los 1970, su producción sobrepasa a la de los autos. Las cifras son alentadoras pero un poco engañosas: las bicicletas pesan aproximadamente una centésima del peso de los autos. Así que en términos de los materiales utilizados en su construcción, un auto representa una relación de 100 a 1 respecto a la bici.
Recuerdo que las primeras bicicletas con las que me relacioné en mi vida estaban impresas en las cartas (naipes) con las que la familia jugaba poker (siempre haciendo trampa): un par de ángeles regordetes montados en bici atravesaban un campo con sus alas extendidas (¿por qué no las plegaban para reducir la resistencia del aire?) y con las manos sobre un manubrio que parecía no tener palancas de frenos (supongo que los ángeles no las necesitan). Por cierto, los países con más bicicletas per capita son: 1) Holanda (con el 99.1% de bicis respecto a su población total); 2) Dinamarca (80.1%); 3) Alemania (75.8%); 4) Suecia (63.7%); 5) Noruega (60.7%); 6) Finlandia (60.4%); 7) Japón (56.9%); 8) Suiza (48.8%); 9) Bélgica (48%); y 10) China (37.2%, aunque en términos absolutos tiene el mayor número de bicicletas en el mundo).
Las bicicletas han sido motivo de relatos y novelas, así como de objetos de fotografía. Siempre me impresionó mucho aquella foto en blanco y negro tomada en 1932 por Henri Cartier-Bresson. Se titulaba simplemente «Hyères, Francia». Cartier se posicionó en la parte superior de una escalera de piedra con pasamanos de metal (seguramente a la entrada de una casa) y esperó a que algo sucediera. El resultado sigue siendo hoy motivo de numerosos análisis de composición: un ciclista un tanto borroso cruza la escena de derecha a izquierda, describiendo una curva en perfecta armonía con las líneas de la escalera y la calle. Esta extraordinaria foto se puede admirar en la siguiente liga:
La palabra «escaparate» proviene del neerlandés schaprade, que significa armario. Lo mismo se utiliza para designar un espacio en las fachadas de las tiendas, con cristal por la parte exterior, donde se exponen las mercancías. También se le conoce como «aparador», que originalmente significa armario ancho de mediana altura, en el que se guarda todo lo necesario para el servicio de la mesa en el comedor. De igual forma se utiliza la palabra «vitrina»: mueble cerrado y acristalado que se usa para exponer artículos frágiles o valiosos, como suele hacerse en los museos, por ejemplo. Escribo todo esto no como breviario cultural sino porque no tenía idea de cómo comenzar esta entrada sobre escaparates, aparadores y vitrinas.
En los viajes uno se encuentra con aparadores que bien merecen una fotografía. Ya sea por los objetos individuales que se exponen, por la composición que ofrecen en conjunto o por el contexto que los rodea. No se diga en los museos en los que se despliega el arte de la curaduría, esa interesante actividad que incluye la investigación, selección, disposición espacial y exhibición de piezas de una colección. El escaparatismo (no confundir con escapismo, hoy un deporte de moda entre los políticos), por su parte, es una disciplina que se dedica al diseño de escaparates, mediante la combinación de los objetos expuestos, los materiales y la decoración. Todo para incitar el deseo del observador.
A veces la fotografía «ayuda» a ver los objetos con más detenimiento, con más tiempo del que le dedicamos a las cosas cuando las tomamos con una cámara. Nos permite descubrir detalles en los que no habíamos reparado antes, como en el grupo de esculturas miniatura de arriba. Fue en el momento de procesar la foto cuando pude percibir mejor las cualidades de la obra: los delicados pliegues de la ropa, las facciones de las caras, el ramillete de flores, las vasijas… Como las cosas que se exhiben en los escaparates más atractivos están fuera de mi rango de compra (o no se venden), me conformo con una foto. Ese es el caso de la bellísima medusa de cristal de abajo, elaborada en la isla de Murano. Esto me recuerda los escaparates del Barrio Rojo de Amsterdam… pero esa es otra historia: no me dejaron tomar fotografías.
El científico y divulgador catalán Jorge Wasenberg dice que sabemos mucho del mundo físico, pero poco de las emociones sensoriales. En un divertido ensayo asevera que nuestros cinco sentidos dan para 325 combinaciones de emociones sensoriales. Agrega que ha encontrado una experiencia donde se combinan los cinco sentidos a la vez: el disfrute de un buen vino (¡tenía que ser!): se mira, se huele, se acaricia, se escucha y sobre todo se degusta. En el otro extremo, afirma, se encuentra el caso de la vitrina donde la percepción se reduce a la unidad: ver. No se puede tocar, oler, escuchar ni saborear. ¿Será? Yo tengo ya algunas dudas sobre esto último.
Ayer decidí poner un poco de orden en los cientos (¿miles?) de fotografías que tengo dispersas en innumerables carpetas de mi computadora. Lo que creí que sería una actividad relativamente sencilla, aunque tardada, pronto se reveló (y rebeló) como algo complejo y que requería de mucho cuidado y atención. Para este noble propósito compré un disco duro externo de un terabyte. A él voy a trasladar todos los archivos debidamente clasificados por tema: paisaje, arquitectura, museos, parientes desconocidos, animales que acaban de romper el jarrón (categoría sugerida por Jorge Luis Borges), etc.
El primer problema que encontré fue decidir cuáles fotos conservar y cuáles eliminar. No es una tarea sencilla porque uno mismo actúa como juez y parte. Tan pronto como encontraba una sólida razón para dar de baja una imagen, hallaba un argumento igual de firme en sentido opuesto: se verá muy bien si la pongo de cabeza; puede mejorar con algún tipo de edición extrema; la tía Clotilde no es tan fea después de todo; lo repugnante no existe, sólo hay objetos de estética alternativa… Cabe decir que con este científico método no he eliminado ninguna fotografía hasta el momento.
De las primeras carpetas escogí un grupo de fotografías que creí que podría compartir con mis tres lectores. No estaba muy seguro acerca del titulo de esta entrada, debido a que los motivos de las imágenes es algo variada. Comencé con «Ensayos fotográficos y argumentaciones aristotélicas a propósito de la cuidadosa observación de algunas obras de arte». Además de lo excesivamente largo y pedante del primer intento, no todas las fotos tienen como objeto una obra de arte. Debo haber consumido un par de horas escribiendo diversos nombres en una hoja de papel. Aún no logro entender cómo en algún momento llegué a considerar el título de «Dos secretarias en apuros en Tailandia».
Trato de convencerme de que cada fotografía contiene algún tipo de cualidad estética que resulte interesante como para atraer la atención de todos. A veces aparece la imagen tal como la percibí cuando apreté el disparador de la cámara. En otras ocasiones, las imágenes han sido manipuladas (invertidas, reflejadas, caleidoscopizadas, vejadas, transmogrificadas -¡uff!- o fractalizadas) incluso al grado de metamorfosearse el objeto original (como sucede en Le Corbusier x 4). Los resultados me parecen interesantes y muchas veces me han ayudado a percibir cosas que antes no percibía: la fotografía sirve para ver. Al igual que la escritura.
Según mis cuidadosos cálculos, la mitad de las fotografías son resultado del azar y la espontaneidad, y la otra mitad de la búsqueda calculada de la composición (que puede incluir un tripié y una exposición de larga duración). En un arrebato de simplificación (flojera), pensé en dejar sólo dos categorías en mi disco duro: “Calculadas” y “No calculadas”. Dentro de esta última categoría estaría la foto del pintor. ¿Quién no puede verse atraído por la escena de Pintor y su modelo? Lo primero que me atrajo fue la mirada de la bella joven. Pero también hay que ver la postura del pintor, como calculando el siguiente trazo del pincel. La única transformación de la foto fue virarla a sepia. Sin pensarlo, tomé la foto antes de que desapareciera esa efímera escena.
En esta última fotografía sucedió algo interesante. Me atrajo la perspectiva del puente, con su elegante diseño, que se dirige directo a la Catedral de San Paul (de este lado del Támesis se encuentra la conocida galería The Tate Modern, antes una estación hidroeléctrica). Lo que descubrí cuando revisé la foto es que las siete personas que pasaban por ahí no se ven muy «naturales», sino como si yo les hubiera pedido que posaran para la foto. Bueno, ideas mías. Ya estaba considerando las categorías de «Fingidas» y «Naturales».
La fotografía de abajo, que titulé con el nombre de «Columnas con mujer» (igual podía haber sido «La rubia misteriosa» o simplemente «Columnas»), la procesé con el programa Aurora HDR Pro. HDR significa «high dynamic range» y se trata de un conjunto de técnicas que permiten un mejor rango dinámico de luminancias entre las zonas más claras y las más oscuras de una imagen. El resultado es muy bueno, con un buen balance entre claros y obscuros y un gran detalle en toda la fotografía.
Columnas con mujer
A partir de esta imagen base, experimenté con el programa Affinity Photo, utilizando la función «Filtros». Seleccioné de la lista la categoría «Distorsión» y, finalmente, escogí de sus diversas opciones el efecto «Reflejo». Éste genera imágenes simétricas a partir de un par de «espejos» (vertical y horizontal). Uno puede manipularlos cambiando su posición y sus resultados pueden ser realmente inesperados… como puede verse en las imágenes de abajo.
Columnas con reflejo # 1
Columnas con reflejo # 2
Columnas con reflejo # 3
No pude evitar asociar estas imágenes con el trabajo del artista neerlandés Maurits Cornelius Escher (1898-1972). Él construía escenas imaginarias llenas de paradojas, jugando con la perspectiva y el diseño de complejos teselados que se metamorfoseaban, antagonizaban y complementaban al mismo tiempo (como en Día y Noche, por ejemplo). Bueno, aquí se trata simplemente de jugar con un par de programas de edición fotográfica. Nada que ver con el enorme talento de Escher.
Abordamos el tren de Eurostar poco antes las nueve de la mañana, en la estación Gare du Nord de París. Este tren une, entre otras ciudades, a París, Londres y Bruselas. La velocidad crucero es de alrededor 330 km/h, aunque la reduce a 140 km/h cuando corre por el Eurotunel, por debajo del Canal de la Mancha, a lo largo de 50 kilómetros. Nos dirigimos a Londres, donde nuestros objetivos principales son los museos de Victoria y Alberto y el de Historia Natural, así como la galería Tate Modern. El viaje dura 2 horas y 15 minutos. Con la diferencia de uso horario entre las dos ciudades, llegamos a las 10 de la mañana, hora local.
El primer contacto que tenemos es con la estación londinense de Saint Pancras, un enorme espacio que alberga no sólo la estación, sino también un hotel de cinco estrellas, restaurantes, bares y tiendas de todo tipo. Combina magníficamente la arquitectura victoriana con la arquitectura moderna. En los pasillos hay diversas esculturas, pero la que más nos llama la atención es Meeting Place (Lugar de encuentro), del escultor británico Paul Day.
Lugar de encuentro
Lugar de encuentro
En la base de la escultura, el artista esculpió un friso en alto relieve en el que se representan diversas escenas relacionadas con la vida del metro londinense (tube, le dicen los ingleses). Es incréible el grado de detalle de las figuras y la inusual perspectiva de cada escena. A continuación muestro algunas fotografías del friso. Dé click en cada una de ellas y observe los detalles.
Friso 01
Friso 02
Friso 03
Friso 04
Friso 05
Tomamos el metro hacia South Kensington, por la línea Picadilly, hacia los museos. De regreso a la estación, por la noche, tendremos oportunidad de explorar más la estación Saint Pancras, incluyendo algún restaurant.