Un mito bastante difundido en el medio de la educación superior aconseja que las universidades adapten su oferta de profesionales a los requerimientos de los mercados de trabajo, y que su respuesta oportuna constituye uno de sus principales aportes al desarrollo económico y social de la nación. Se parte de un extraño principio en donde los mercados de trabajo se sitúan en otro plano de existencia, como algo ajeno a la universidad, que le exige su atención inmediata: «Necesito 90 000 egresados de leyes, 3 de geografía, 220 000 de negocios internacionales, 4 de ecología, 85 000 de administración de recursos humanos, 2 de filosofía… todo para llevar». La noción de mercado ha sido personificada para atribuirle voluntad propia: «el mercado de trabajo deja fuera…», «los mercados de trabajo exigen…». Estamos frente a la mano invisible de Adam Smith que parece seguir gozando de buena salud y estar dotada de una extraña y caprichosa inteligencia.
Pero, ¿qué son los mercados de trabajo? Bueno, ya sabemos que en ellos confluyen la oferta (trabajadores dispuestos a trabajar) y la demanda (empleadores que necesitan trabajadores). Pero éstos están definidos por un conjunto de elementos y relaciones de la más heterogénea naturaleza. Están constituidos por una miríada de combinaciones de las siguientes cosas: instituciones con distintas historias, algunas honorables, otras no tanto; tomadores de decisiones con diversos grados de formación académica (o ninguna), sesgos políticos, ignorancias, prejuicios y fobias; burocracias, sindicatos y líderes (incluye a sus familiares) que modelan (deforman) la demanda de insospechadas maneras; normas escritas y curriculas ocultas; orden franciscano y dispendio discrecional de recursos; omisión y redundancia; personas brillantes, personas mediocres, personas decentes, personas corruptas, zombis; símbolos y rituales que mueven los hilos tras bambalinas; búsqueda y ejercicio del poder de jefes y subordinados; protocolos muy precisos y normas muy laxas (tanto que dejan de ser normas); innovación y resistencia al cambio; y por muchas otras cosas más que vienen en diferentes colores, tamaños y presentaciones. De todo esto están hechos los mercados de trabajo, de lo que constituye la naturaleza de las relaciones humanas, incluyendo las bajas pasiones (lo que da un toque interesante al asunto).
Patio con columnas. (c) Arturo Guillaumín T. / 2017
Lejos está la realidad que nos describen los libros de texto de economía, sobre sistemas ideales donde se combinan óptima y milagrosamente la eficiencia, los perfiles de las personas con los puestos de trabajo, la productividad, el conocimiento perfecto de la realidad, las habilidades y las actitudes en mágicas proporciones, etc. Lo que queremos decir es que los mercados de trabajo son imperfectos, sesgados y en los que imperan diversas y contradictorias racionalidades: «Necesitamos gente de Biología, para que siembren arbolitos. Si son muchachas, mejor»; «¿Para qué queremos expertos en cambio climático o sustentabilidad? Contratemos mejor edecanes para que hagan unas encuestas»; «No necesitamos ingenieros expertos para la construcción de estas obras de comunicación de alta especificación. Podemos formar de volada una empresa que se haga cargo de este jugoso contrato». Por supuesto, debe haber muchos ejemplos positivos, pero por el momento no se me ocurre alguno. Pienso: ¿Sabrán los mercados de trabajo qué hacen y pueden hacer los filósofos? Digo, aparte de dar clases de filosofía (para que los alumnos se pregunten para qué sirve).
Si los diagnósticos calificados de expertos acerca de los problemas que más nos aquejan sirvieran para algo, las universidades estarían formando los profesionales para resolver problemas tan acuciantes como la pobreza, la destrucción de los ecosistemas, el cambio climático, el hambre y la desnutrición (que no es cuestión de nutriólogos), la contaminación de tierra, aguas y atmósfera, y un largo etcétera. Nuestras instituciones estarían trabajando en los nuevos campos híbridos de conocimiento y formando transdisciplinariamente a los jóvenes, abriendo e innovando el panorama de las profesiones (que hoy ya huelen a formol). ¿Cuándo tendremos egresados (perdón, pero así les dicen nuestros expertos en educación) de Biomimética, de Metabolismo Social, de Bioarquitectura, de Permacultura, de Bioeconomía o de Análisis de Flujos Materiales. Pero no. La mayoría de nuestras universidades siguen entretenidas con modelos dizque innovadores y flexibles, anclados a una estructura napoleónica que enseña en disciplinas y facultades separadas. ¿Vale la pena seguir ciegamente los dictados de los mercados de trabajo? Yo creo que no, con el debido respeto a ellos, que podrían no estar de acuerdo conmigo.
Chica de azul cruzando el patio. (c) Arturo Guillaumín T. / 2017
Prevalece la creencia de que la universidad debe responder a las «necesidades» de la economía convencional (sí, esa que destruye comunidades humanas y ecosistemas en todo el mundo). Esto equivale a afirmar que la universidad debe seguir con su actitud pasiva y acrítica frente al llamado desarrollo económico y social y ofrecer aquellos «recursos humanos» (perdón de nuevo, pero así dicen los economistas y los administradores) en cantidad y calidad que los mercados de trabajo demandan. Pero no sé si ya nos hemos dado cuenta que la universidad es también parte de la sociedad. Bueno, al menos es lo que ha tratado de demostrar en sus diez siglos de existencia. Según yo, la universidad debiera adoptar un papel proactivo en este sentido y no sólo de proveedor desinformado. La universidad debiera ser un factor muy importante en la construcción del futuro de las sociedades y atender a los problemas realmente importantes que ponen en peligro la viabilidad de la civilización y de las sociedades, y no a las siempre «prioritarias» demandas de los mercados.
NOTA : Esta entrada está dedicada a Gladis, mujer de extraordinaria creatividad e investigadora en ciernes en el campo de la ecología. No obstante, los mercados de trabajo decidieron que toda su formación científica y su perfil son los ideales para desempeñar un puesto burocrático, repetitivo y alienante. Al menos por el momento.
[Esta contribución al blog de mi querido amigo, colega, socio y hermano gira en torno a la concepción del tiempo en la escuela. Es decir, trata de cómo concebimos, medimos y utilizamos nuestro tiempo, en este caso, en la universidad. – Luis Porter]
Introducción
En el mundo de todos los días, nos movemos en dos esferas: el mundo de los negocios y el mundo del ocio. Los psicólogos también le llaman a esta separación el mundo del trabajo y el mundo del afecto. De una u otra manera, la vida de todo ser humano, nuestra vida, se mueve en y entre esas dos esferas: la que ocurre fuera de la escuela, y la que ocurre dentro de ella. La de afuera, trabajo, mercado, producción, familia y vida social, le solemos llamar coloquialmente, la «escuela de la vida», que corresponde a la vida pública activa, un mundo en constante negociación. Entre los educadores se le ha dado en llamar «educación informal» para contrastarlo con el escolarizado, como sistema escolar formal, que todos conocemos (y padecemos), porque hemos sido obligados a ingresar y sortear sus diferentes niveles. La universidad es un peldaño superior de ese sistema.
La escuela de la vida es un espacio lleno de imposiciones y restricciones que provienen de la diversidad de las instituciones que nos organizan, como la familia o las que se derivan de la realidad económica: las fuentes de trabajo y las costumbres o cultura popular heredada. De una u otra forma es el mundo de los negocios. La etimología de la palabra “negocio” es latina y está formada por nec y otium que significa sin-ocio. Es decir, alguien que debe estar activo y despierto, dejar la indolencia a un lado, y dedicarse a alguna ocupación, trabajo, actividad, cargo o deber. Un hombre o una mujer de negocios es una persona atareada, ocupada, dedicada a su trabajo y a sus quehaceres, que le toman todo el tiempo, que nunca le alcanza.
Ahora viene una revelación que para muchos o algunos resultará insólita e interesante. El mundo de la escuela fue concebido como un mundo drásticamente diferente al de los negocios, de hecho como un espacio opuesto. La etimología de la palabra “escuela”: school, en inglés; école, en francés; schule, en alemán; scuola, en italiano, etc., también viene del latín schola, y éste a su vez del griego, schole, que significa, ocio. Ocio entendido como tiempo libre, porque, ¡cuidado!… la bella palabra ocio ha sido deformada, denigrada, y desprovista de su verdadero significado, por frases como: “¡no estés de ocioso!” Pero en su concepción original no es una palabra negativa, simplemente se refiere al tiempo de inacción, de reposo, a ese tiempo libre, de placer, entretenimiento, vacación que compensa el tiempo de trabajo. Sin embargo, cabe preguntarse: ¿cómo es eso de que la escuela es un lugar de tiempo libre, de ocio? ¿No se habrán equivocado los griegos o los latinos? ¿No es que para aprender, para formarnos, es necesario trabajar, estar ocupado?
Plaza Simétrica. (c) Arturo Guillaumín T./ 2014
Déjenme leer la definición de ocio que nos da Rommel Masaco, porque nos ayuda a entender esta común equivocación o concepto equivocado que tenemos (el énfasis es mío):
El ocio es un conjunto de ocupaciones a las que el individuo puede entregarse de manera completamente voluntaria tras haberse liberado de sus obligaciones profesionales, familiares, y sociales, para descansar, para divertirse, y sentirse relajado, para desarrollar su información o su formación desinteresada, o para participar voluntariamente en la vida social de su comunidad.
Entonces, pongamos las cosas claras:
El mundo de los neg/ocios es el mundo que niega el ocio, el tiempo en que uno se dedica a cumplir con obligaciones, que no deja mayor espacio a la reflexión, a la cosecha que nos deja la experiencia.
El mundo de la escuela es el tiempo que la misma sociedad creó, estableció, separó, para hacer un alto en el trabajo industrioso, productivo, y dedicarnos a lo que queramos, un tiempo libre dedicado a nuestra formación personal. Es libre porque no hay imposición sino espacio para jugar, reflexionar, cultivarnos. Un poco, como cuando Dios creó al mundo en seis días y el séptimo descansó. La escuela es el séptimo día que deberíamos utilizar para enriquecer nuestro espíritu.
En otras palabras, la escuela se creó para apartarnos de ese exterior en el que nuestro tiempo está dedicado a los demás (familia-trabajo-sociedad) y tener tiempo para crecer, pensar, conocernos a nosotros mismos. Eso requiere libertad, tiempo libre, una atmósfera especial, no muy lejana a la de un recinto sagrado, o al menos pacífico, o al menos relajado.
Pero ha pasado algo fatal y pernicioso. Algo que los docentes tenemos que ayudar a corregir. Nuestro mundo de los negocios ha enajenado de tal manera a los que conciben y dirigen el sistema educativo, que se han olvidado de las etimologías y del sentido del lenguaje. Han confundido los dos tiempos, han extendido el de los negocios dentro de la escuela, desplazando el ocio, o sustituyéndolo por entretenimientos y espectáculos, distracciones y espacios todo-pago, de tal forma que la escuela perdió su sentido, o se desvirtuó, tergiversando su papel. Los que descubrimos eso, porque estudiamos con maestros que nos han abierto las ventanas de la libertad, tenemos la enorme responsabilidad de devolverle a la escuela su cualidad de espacio relajado, afectivo, suntuoso, atractivo, elegante, lujoso, invitador a la reflexión, y estimulante de nuestros mejores virtudes, es decir, alimentador del alma y del espíritu, que son las mejores condiciones para nuestra formación.
Muchacha en la banca. (c) Arturo Guillaumín T. / 2017.
Las dos concepciones del tiempo: Cronos y Aion
Lo anteriormente dicho nos ayuda a tomar conciencia de lo importante que es recuperar la escuela como espacio de descanso para reflexionar, en forma auto-didacta, formativa-reflexiva, que es la forma constructiva de experimentar el tiempo para crecer, es decir, aprender a pensar bien y a desarrollarnos como seres humanos con criterio y capacidad de acción y reacción al regresar al mundo de los negocios. Otra vez los griegos nos pueden ayudar. Ellos tienen tres dioses que nos guían en el tema del tiempo. Cronos, que es el tiempo que nos devora y Aión, que es el tiempo que no pasa, que se conforma con el hoy. Hay un tercero, Kairós, que es el del tiempo imprevisto, la sorpresa o la oportunidad.
Cronos es el tiempo de los negocios, que nunca es suficiente, es el del caminar veloz, que devora el día, sin darnos oportunidad para pensar. Aion es el tiempo de la escuela, del caminar lento, que deja huella hoy, para meditar, darle sentido al día, como el poema: «caminante no hay camino, se hace camino al andar». El movimiento lento es un buen representante de Aion. Sin embargo, la escuela, la universidad, ha dejado que penetre el tiempo que niega el ocio. En lugar de que fuera «Casa abierta al tiempo Aion» (como en la Universidad Autónoma Metropolitana -UAM-), han cambiado el slogan por «Casa abierta al tiempo que nos devora». ¡Craso error! No será fácil regresarnos a los que habitamos la UAM. A estas alturas, hay algunas cosas en las que debemos ceder. Por ejemplo, podemos aceptar que en la universidad exista un orden, que en el modelo de universidad heredado de los franceses, el tiempo se conciba cronológicamente, fragmentado en períodos, del módulo 1 al 12, después el posgrado, más tarde un trabajo, una familia, negocios. Este pensamiento lineal y aparentemente realista, es un pensamiento que niega el tiempo libre, que niega el Aion. Nos pinta una secuencia atroz y deprimente: estudiar, recibirme, trabajar, tener una familia, envejecer y morir. ¿Dónde queda la belleza del descanso, el error y la sana indolencia?
La labor del maestro con conciencia y del alumno alerta será regresarle a la escuela ese halo de emancipación que sólo puede darse en la lentitud cotidiana del ocio como tiempo libre para vivir una manera diferente de experimentar el tiempo. La escuela podrá estar hoy estructurada en un tiempo lineal sucesivo, pero frente a esta realidad de calendario, el buen estudiante será aquél que sabe encontrar en las muchas fracturas y resquicios del sistema, espacios de libertad, de auto-didaxia, donde encontrarse con sus compañeros y con sus docentes… leer, pensar, cultivarse/nos. Un tiempo dedicado a la formación personal, que es muy diferente a cumplir tareas, a sentarse a escuchar la lección, a presentar ideas para que otro las «corrija», a escuchar explicaciones de maestros que creen que necesitamos que alguien se entrometa en nuestro ocio para «explicarnos» algo. ¡Por favor!, no permitamos tanta intromisión. El buen estudiante es aquél que aprovecha el haber sido aceptado en una universidad para verla como un espacio suyo, donde puede jugar, reflexionar, contemplar, traer su propia experiencia, lo que aprendió fuera de la escuela, en la escuela de la vida, para utilizarla como materia prima de su propia formación a través de una cierta experiencia de tiempo libre.
Escritura en los muros. (c) Arturo Guillaumín T. / 2017.
Estar en la universidad es saber usar este tiempo libre, en el cultivo de sí mismo, y de la relación con los otros que comparten un modo de vida, un programa. Una prueba de lo que les estoy diciendo es una realidad, es la forma en que muchos padres reaccionan ante el hecho de que sus hijos hayan entrado a la escuela-ahora-universidad. Al mismo tiempo que se sienten orgullosos, sienten que sus hijos se les fueron de las manos… y claro que tienen razón, sí, se le fueron de las manos, porque han dejado el espacio de trabajo (negocios) para disfrutar la libertad del tiempo que ellos, sus padres, carecen o ni siquiera conocieron… Los jóvenes dirán, y espero que lo hagan, que en la escuela tampoco hay tiempo para nada, que hay imposiciones, que hay burocracia, rigidez, autoritarismo, rigor, etc. Que en suma, la escuela es otro negocio más. Y yo les doy la razón, pero… no puedo quedarme aquí sin hacer nada. Como maestro digo, y no soy el único, que hay que recuperar el sentido original de la escuela: «La educación es un proceso de emancipación» dijo Paulo Freire.
Ahora bien, ¿qué significa experimentar el tiempo de otra manera en la universidad? ¿Cómo podemos recuperar el ocio y darle a ese término su sentido original?
El tiempo cronológico -tiempo más cuantitativo, sucesivo, numérico- y el tiempo aiónico -cualitativo, durativo, experiencial
Walter Cohen, un filósofo argentino que vive en Brasil, nos hace ver en sus escritos que muy equivocadamente tanto docentes como alumnos hemos aprendido a confundir rigor, exigencia, demanda, intensidad de tareas, desveladas, estrés, como un indicador de la calidad y mejor nivel de una escuela. A más negocio más respeto. En la cultura del autoritarismo, del «con sangre la letra entra», de la sumisión acrítica, de la obediencia para evitar asumir nuestra responsabilidad y nuestro trabajo, de plazos, evaluaciones, calificaciones, promedios que nos devoran, no hay lugar para experiencias formativas creativas que sólo pueden darse en la libertad.
El tiempo del pensamiento, el tiempo de la formación personal, no va con esta lógica cronológica. Requiere un tiempo en otra dimensión, un tiempo que no puede ser acotado, numerado, es un tiempo similar al del juego, y jugar no tiene tiempo. Hay cosas que pasan rápido, y hay otras en las que el tiempo parece no pasar nunca. Hay minutos largos y hay horas cortas. Hay años que desaparecen, hay otros que no pasan y se quedan en nosotros. El tiempo en Aion, no es el movimiento que pasa, el tiempo que se va. El espacio para pensar, crear, formarse no tiene duración. Daré un ejemplo. Habiendo nacido en Argentina, de chico y de joven, jugábamos al fútbol, es parte de nuestra cultura. Sabemos diferenciar perfectamente bien un partido de fútbol profesional, de jugar al fútbol en la calle. El partido de fútbol profesional se ubica en el espacio de los negocios. Está acotado: 45 minutos, un intervalo, otros 45 minutos, etc. Con muchas reglas a cumplir. Cuando nosotros jugábamos al fútbol, jamás mirábamos el reloj. Jugábamos hasta cansarnos. El tiempo no nos preocupaba, el tiempo nos dejaba jugar, lo que nos detenía era el cansancio, o la voz de mi mamá, de alguna mamá, llamándonos a comer. Así debe ser la estancia en la escuela, en la universidad, hay que parar el tiempo, el del reloj, y entrar en un tiempo que no tiene que ver con el reloj, y tiene que ver con la experiencia que tiene un ser humano, niño o grande cuando juega. Jugar hasta acabar, hasta cansarse, tiempo libre, no hay límites, no se mira el reloj, imposible, porque al entrar a la universidad, tenemos la oportunidad de experimentar el tiempo de otra manera, porque es otro tiempo.
Tallos y Flores. (c) Arturo Guillaumín T. / 2017.
Para finalizar:
Hay dos tipos de estudiantes, que se corresponden a dos tipos de profesores: 1) el estudiante vasija (bancario) que viene a que lo llenen o le depositen conocimientos, que es un estudiante pasivo, inmóvil, silencioso y obediente; 2) el estudiante autodidacta, activo, que se da cuenta que va a la universidad a utilizar su tiempo a partir de sus propias experiencias y capacidades. El primer tipo es el estudiante que no ha salido de Cronos y que se acomoda con el tipo de maestro que parte de la idea de que sabe y debe enseñarle al estudiante que según este maestro, no sabe, y para ello plantea un camino lineal y veloz, por el que el estudiante corre azuzado por el maestro, obedeciendo, haciendo lo que le dice.
El maestro alternativo, el otro, el que cree en el ocio, es un maestro que parte de la idea de que sabe que no sabe, y está dispuesto a aprender junto al estudiante. No es una pose, sabe que lo que sabe es muy poco, y que va a la escuela igual que su estudiante a aprender… y lo hace caminando por un camino lento, que se va haciendo día con día, en los lapsos de tiempo libre y privilegiado que ofrece la universidad. Es el maestro que al ver que convirtieron el salón o sitio de encuentro, en un salón «de clases» es decir, que lo convirtieron en un sitio para negociar maestro-estudiante, prefiere salir al jardín para conversar con el estudiante en el espacio del ocio que es a cielo abierto, sabiendo que no tiene el poder ni la manera de resolver o eximir al estudiante de aprender jugando. El buen maestro rehúsa aceptar que sus estudiantes se sienten en pupitres alineados, frente a un pizarrón. Sabe que el estudiante estático, cuyo cuerpo permanece hundido fuera de la vista y su cabeza es lo único que pareciera servir de algo, es un estudiante pasivo, que se aburre, que no habla, que se resiste, que está en conflicto, porque se le está obligando a obedecer. Por eso lo invita a salir al aire libre, al campo abierto.
Lo principal en este tipo de maestro es el movimiento. Como decía Simón Rodríguez: «prefiero el aire el agua y el sol, todo lo que se mueve, a los árboles que se quedan quietos en un mismo lugar». El docente se mueve, se mueve a través de la penumbra que comparte con el estudiante. No los pone abajo del sol o de un foco, sino que los guía por debajo de las sombras de los árboles, del bosque, que es el conocimiento. En la penumbra, es donde el estudiante aguza su visión, sus sentidos, se va con tiento, paso a paso, para no tropezarse y caer, para descubrir entre las sombras, la forma de las cosas. El maestro se mueve atentamente, abre su sensibilidad, su percepción, desde la experiencia que cada cual posee, lejos de imponer, de dar lecciones, sino simplemente, concentrado en las relaciones que se crean en el espacio del tiempo libre. Y de esa manera, atraviesan un bosque y el otro, disfrutando el tiempo de ocio que les permite descubrir a la Naturaleza, disfrutar de sus lecciones, ubicarse en el mundo.
Luis Porter
NOTA: Aunque Luis y yo creemos que los curriculum vitae producen monstruos, de todas maneras debo decir que él es arquitecto, diseñador, investigador-profesor de la UAM-Xochimilco, urbanista, innovador de pedagogías, restaurador de objetos perdidos, poeta, autor y coordinador de libros sobre educación y universidad, conferenciante, conspirador contra las burocracias universitarias… un artista pues.
La comunidad de la Universidad Veracruzana protestando frente al palacio del gobierno estatal contra el arbitrario recorte financiero y desvío de recursos.Más de veinte mil personas protestaron en Xalapa y más de cincuenta mil en los cinco campus de la UV. Imagen tomada por Tele UV (c).
Si le preguntáramos a la gente qué relación existe entre sustentabilidad e innovación educativa, probablemente la mayoría de las personas no sabría que decir. Sin embargo, este cuestionamiento, aparentemente trivial, podría resultar muy productivo. Por ello vamos a apuntar algunas ideas acerca de cómo una noción de sustentabilidad puede ayudarnos a repensar la educación, nuestras escuelas y universidades. Pero primero hay que reconocer un gran problema: la sustentabilidad se ha puesto de moda por todas partes, ¿no es cierto? No hay discurso del ámbito político o educativo que esté completo si no se invoca al “desarrollo sustentable” o a la “sustentabilidad”. Como si a fuerza de repetirlos se pudiera resolver la crisis ambiental.
Definir el desarrollo sustentable como aquel que busca “satisfacer las necesidades de las sociedades presentes sin disminuir las posibilidades de que las generaciones futuras puedan atender sus necesidades”, en realidad no ayuda mucho. ¿Por qué? Porque no ofrece ningún criterio objetivo para guiar nuestras acciones, y tampoco está fundado en conocimientos científicos. En otras palabras, es una atractiva y pegajosa frase llena de buenos deseos. De ahí que se nos haga creer que separando la basura, reciclando cosas, sembrando arbolitos y creando azoteas verdes estemos en vías de lograr la tan deseada sustentabilidad. Nada más alejado de la realidad.
Otra manera de ver la sustentabilidad
Si quisiéramos construir una definición de sustentabilidad, no sólo más científica sino al mismo tiempo más útil y práctica, tendríamos que observar cómo funcionan los ecosistemas y cómo se ha organizado la vida a lo largo de 3 900 millones de años de evolución en la Tierra. La buena noticia es que esto ya lo han hecho los científicos desde los más diversos campos del conocimiento: física, química orgánica, biología evolutiva, teoría de sistemas complejos, ecología, etc. El lector seguramente se pregunte por qué entonces no hemos adoptado una visión de sustentabilidad así. Bueno, porque hay poderosos intereses económicos que se verían amenazados seriamente con una visión científica de la sustentabilidad. Pero no nos vamos a detener por ahora a describir cómo esos intereses se verían afectados.
Cuando hablamos de sustentabilidad estamos aludiendo a la capacidad de los ecosistemas para mantenerse a sí mismos por largos periodos de tiempo, incluso en términos de miles de años. Sin necesidad de entrar en complicaciones teóricas, podemos referirnos a un principio natural, tan simple como bello, y que constituye el fundamento de la sustentabilidad: la naturaleza hace lo que hace con lo que tiene a la mano, a temperatura ambiente y a presión ambiente. Es decir, un bosque para existir no necesita “importar” materiales de otra parte del planeta, sino que todos sus procesos metabólicos y de transformación de la energía los realiza con lo que está cerca. Es decir, la sustentabilidad se construye localmente. Si pensáramos detenidamente sobre esta “obviedad” podríamos, por ejemplo, rediseñar las carreras universitarias (economía, arquitectura, urbanismo, ingenierías, etc.) a partir de este principio generador.
Green School en Bali: Una increíble arquitectura en bambú.
La naturaleza como inspiración para la educación
Si reflexionamos acerca de esta otra manera de concebir la sustentabilidad, podemos llegar a tres conclusiones muy interesantes. Primero, la recuperación de la importancia del ámbito local (que se perdió con la globalización) y de sus procesos autónomos de producción y transformación de materia y energía. Segundo, la importancia de la eficiencia energética, a diferencia de nuestra economía derrochadora e ineficiente y de una cultura basada en la posesión y en el consumo. Tercero, algo que se deriva de lo anterior: la autonomía alimentaria. ¿Se imaginan una educación universitaria fundada en estos aspectos?
Una educación basada en la sustentabilidad puede constituir una oportunidad para reconstruir las bases ecológicas, económicas y simbólicas a partir de un conocimiento profundo de lo local. Desde las escuelas (primarias, secundarias, prepas) y las universidades se podrían plantear no sólo preguntas generales sobre los ecosistemas y la sociedad. También, los niños y los jóvenes podrían cuestionarse: ¿qué tanto conozco este lugar, esta región?, ¿qué es lo que sostiene a estas comunidades, sean rurales o urbanas?, ¿qué tipo de conocimientos son necesarios para hacer este territorio más habitable y resiliente?, ¿qué habilidades se requieren para transformar el entorno local?
Se puede enseñar a utilizar las fuentes de energía en forma de flujo, en lugar de seguir dependiendo de energías no renovables almacenadas (petróleo, gas, carbón) y que han resultado muy destructivas y contaminantes. Pero no sólo eso, sino que también podríamos aprender cómo, por ejemplo, las plantas transforman la energía con un mínimo de pérdida en forma de calor (entropía). Podríamos echar mano de nuevos campos científicos, como la biomimética, cuyo propósito es aprender de los sistemas naturales, de sus principios, pautas, patrones y diseños y aplicarlos en los sistemas humanos y la tecnología.
Desde la educación se podría atender uno de los problemas más graves a escala planetaria: el de la alimentación. Es absurdo que la alimentación sea hoy un negocio multimillonario de corporaciones que controlan tierras, sistemas de cultivo, biotecnologías, biocombustibles, derechos privados sobre plantas, etc. En cambio, una educación guiada por esta idea de sustentabilidad puede ayudar a restaurar los ecosistemas locales y regionales y a partir de ellos generar procesos y ciclos alimentarios de producción, distribución y consumo cercanos, fuera de la lógica del mercado… ¡y más saludables! Después de 4 600 millones de años de experimentación en la Tierra, la naturaleza nos provee de las respuestas que necesitamos. No tratemos de “corregirle la tarea”. Mejor dejemos que sea parte de nuestras estrategias pedagógicas.
Green School en Bali: salones de clases sin muros.Green School en Bali: otro salón de clases.
Algunas experiencias en el mundo
Por todas partes están surgiendo métodos y prácticas educativas inspiradas en la naturaleza. Si bien no se trata de copiar, también podemos aprender de estas innovadoras experiencias. Por ejemplo, la iniciativa de “alfabetización ecológica” está produciendo transformaciones muy interesantes en las escuelas. El Centro de Alfabetización Ecológica (www.ecoliteracy.org) está dedicado a reformar el curriculum de la educación primaria y secundaria en los Estados Unidos. En un juego de palabras, invita a que los niños sean “inteligentes por naturaleza”. Es decir, que aprendan de ella. Para ello, experimentan el mundo natural y descubren cómo los ecosistemas sostienen la vida y, de paso, aprenden cómo alimentar comunidades sanas y satisfacer las necesidades humanas sin destruir el ambiente.
El Schumacher College (www.schumachercollege.org.uk), en Devon, Inglaterra, tiene 20 años de ofrecer educación a favor de la vida sustentable a estudiantes de todo el mundo. Cuenta con un grupo de científicos, filósofos, diseñadores y activistas para ofrecer una gran diversidad de cursos cortos de una a cuatro semanas. Pero el Colegio destaca, sobre todo, por sus cursos de posgrado en Ciencia Holista, Producción de Alimentos, Economía para la Transición y Diseño Ecológico. Su filosofía está inspirada en el pensamiento y obra de Fritz Schumacher (autor del libro Lo pequeño es hermoso), así como en las aportaciones científicas de James Lovelock, Lynn Margulis y Stephan Harding impulsores de la Teoría Gaia: nuestro planeta constituye un sistema complejo que se auto-organiza. Por otra parte, allí se practica lo que se predica: sus estudiantes participan en diversas actividades, desde hacer meditación en las mañanas, hasta cuidar los jardines y hortalizas, y cocinar deliciosas recetas vegetarianas.
También podemos mencionar una de las más extraordinarias iniciativas a favor de una educación para la sustentabilidad: la Escuela Verde (Green School), en Bali, Indonesia (www.greenschool.org). Fundada por el canadiense John Hardy, la Escuela recibe a niños y jóvenes de todo el mundo y es atendida por profesores tanto de planta como visitantes de una gran diversidad de culturas y países. El curriculum desafía a sus estudiantes física, intelectual, emocional y espiritualmente, y su misión es formar una generación de ciudadanos globales que tengan los conocimientos y habilidades necesarios para promover estilos de vida sustentables. Sus espacios educativos construidos con bambú muestran una extraordinaria simbiosis entre el diseño moderno y las técnicas tradicionales. El campus, de 8 hectáreas, está completamente alimentado por energía solar. Hardy, su fundador, dice que no se parece a una escuela, pues no tiene paredes y el maestro escribe en un pizarrón de bambú. Agrega: “La Escuela Verde es un lugar para pioneros locales y globales. Es como un micro-cosmos en un mundo globalizado.»
Green School: paneles solares que proveen de energía a la escuela.Green School en Bali: el Vortex, un ingenioso sistema que consiste en un torbellino de agua para generar energía eléctrica.
Coda
Con este breve texto quise atraer la atención hacia una fuente inagotable de inspiración y conocimientos para la educación: la naturaleza. La educación, en todos los niveles, podría beneficiarse de innovadores procesos de enseñanza y aprendizaje en los que, además de aprender matemáticas, escritura, historia, geografía y física, niños, jóvenes y adultos aprenderían a cuidar y regenerar su entorno natural. Quizá lo más importante de esta nueva educación es que nos puede proveer una idea renovada del hombre como especie y de la civilización humana: nuestra integridad depende de la integridad de todo lo demás que nos rodea en este planeta.
Green School de Bali: teatro de sombras.
Nota: las fotografías que acompañan este artículo son utilizadas con el amable permiso de Green School Bali, por medio de su Jefe de Comunicación, Ben Macrory.
Estuve tentado, por algún tiempo, a ponerlo bajo la etiqueta de “nerd”. No me cabe la mínima duda que debió haber sido un buen estudiante, de esos que sacan puros dieces en todas las materias. No sólo en la primaria, en la secundaria y la prepa. También en la universidad y en el posgrado. Se ha de haber matado horas tras los libros, en las bibliotecas, sobre la mesa de su estudio en su casa. Con sus dudas y comentarios, debe haber puesto en aprietos a muchos de sus profesores. Ya en su vida profesional, como profesor e investigador de la Universidad Autónoma Metropolitana, publicó copiosamente, fue editor de libros, participó y organizó cientos de eventos, acumuló reconocimientos y se colocó en el nivel III del sistema nacional de investigadores.
Con una producción científica impresionante (¿a qué hora dormía?, ¿sabía que había algo que se llamaba “vacaciones”?), se convirtió en una referencia obligada en materia de estudios organizacionales y en educación universitaria. No sólo en México, sino en muchas partes del mundo. Daba conferencias en universidades extranjeras. Y un largo etcétera. Uno podría decir que su vida ha sido muy “productiva”, palabra que, por cierto, le causaba aversión. Concibió, diseñó y puso en marcha uno de los proyectos más ambiciosos en el ámbito universitario nacional: el Laboratorio de Análisis Institucional del Sistema Universitario Mexicano (LAISUM). Contra corriente y marea, envidias y poderosos intereses políticos e institucionales, Eduardo Ibarra Colado consolidó lo que hoy es una de las fuentes de información y de intercambio más importantes para el estudio serio y sistemático de la universidad en nuestro país.
Mi primer contacto con Eduardo fue en 2000, en un encuentro nacional que él había organizado con Daniel Cazés y Luis Porter, y que llevaba por título “Re-conociendo a la Universidad. Sus transformaciones y su Por-venir”. Desde entonces cultivamos una amistad a distancia, punteada con encuentros ocasionales alrededor de otros eventos académicos relacionados con la universidad, con sus profundos problemas y con la posibilidad de buscarles alguna salida. En estos trece años lo conocí un poco, pero ese poco me permitió corroborar que no se trataba de ese nerd cuya imagen me había formado en la mente. Era una persona obsesionada, no por la productividad y el reconocimiento, sino por estudiar y desmontar los serios problemas de su tiempo, lo que le llevó a hacerse de una cultura multidisciplinaria, que abrevaba tanto de las ciencias como de las humanidades. Con él tuve la oportunidad de participar en algunos proyectos, siendo el más reciente la obra colectiva El Libro de la Universidad Imaginada.
Ibarra Colado acaba de morir. Contaba con sólo 56 años de edad. Creo que en parte fue víctima de sus ritmos de trabajo, de su falta de descanso. Hace algunos años nos dijo que iba a ir despejando paulatinamente su sobre-saturada agenda académica, a dejar de dar conferencias por todas partes, renunciar a la membresía de un sinnúmero de organizaciones, consejos y comités. Quería ir haciendo esa desconexión selectiva para dedicarse sólo a investigar y publicar. A imponer un tiempo más pausado. No más puestos universitarios. Lo hizo por algún tiempo, pero retomó de nuevo el ímpetu de antaño, y el LAISUM ocupó buena parte de su tiempo. No. No voy a decir que descanse en paz. Porque si hay un más allá (o un más acá, según se vea), estoy seguro que está organizando algo, que está cocinando algo subversivo, pues sabe que su misión en esta vida y en la otra es resistirse, resistirse a la injusticia, al abuso del poder, a la imposición del racional de la economía neoliberal en todos los ámbitos de la vida.
No recuerdo exactamente cuándo, pero fue hace unos dos años… quizá tres. Luis me envió un texto suyo sobre la universidad, que ya había pasado por las manos de Eduardo. Me dijo que lo leyera y que lo modificara a mi gusto, que extendiera, cambiara o suprimiera lo que considerara pertinente, o bien agregara mi propio texto al suyo. Podía incluso hacer estas cuatro cosas. Inmediatamente pensé en lo que un grupo de artistas surrealistas inventó alrededor de 1925 y que nombró «cadáver exquisito». Si bien el nombre no es muy atractivo, el método sí que lo es y sirvió de antecedente creativo para el proceso de escritura que estaba comenzando. Después, el mismo Luis se encargó de circular el nuevo texto entre otros colegas más, mujeres y hombres de diversas universidades públicas, entre ellos nuestro buen amigo Daniel Cazés, quien falleció en diciembre pasado. El cadáver exquisito consiste en una creación colectiva (poema, dibujo, cuento, música, etc.), en la que alguien comienza el proceso, alguien más contínua, hasta que todos los participantes han contribuido a una obra que emerge desde distintas perspectivas. Es así que después de muchos meses de trabajo colectivo y de una labor de (no muy fácil) preparación final por parte de Luis y Eduardo, salió a la luz el Libro de la Universidad Imaginada, obra colectiva escrita a 8 manos.
Portada del Libro de la Universidad Imaginada
Este libro colectivo fue escrito por ocho académicos que uno a uno fueron sumándose hasta convertirse en un grupo de soñadores que se autodenominaron “grupo utópico”. Nació del diálogo colectivo alimentado por la imaginación que emergió de preguntas/pretexto ancladas en una gran preocupación: el futuro de la universidad. En la página 55, podemos leer:
Nótese que en este caso el texto no es una sumatoria lineal de aportaciones individuales; no se trataba tan sólo de proseguir, sino de comenzar de nuevo, en vueltas sucesivas, a partir del texto recibido, apoderándose de él, modificando, eliminando, cambiando, dando nuevos giros, desdiciendo al otro, enmendándole la plana, aprendiendo de su sabiduría, confrontando su ignorancia.
Lo extraordinario de este libro es su cualidad de artefacto fexible, volátil, líquido, inacabado, en construcción. Un libro perpetuo y efímero a la vez, que en su condición de libro-mutante se desplaza desde una carpeta alojada en una nube de datos, implicando al lector en un camino que comparte como coautor permanente. Un libro que forma parte de la era “pos-PC” en la que el lector-autor se sitúa sobre nuevas superficies donde seguir e-scribiendo.
Subyacente tras la tinta y el papel, las múltiples dimensiones de este libro anticipan a la universidad del futuro, que es su tema central. Los nuevos modos de conocer y de comunicar, que ya han trastocado a la universidad de hoy, permiten dar respuesta a preguntas como la siguiente: ¿qué universidad nos aguarda en un mundo fluido dominado por la velocidad, la desesperación, el desanclaje espaciotemporal, los sistemas difusos, el totalitarismo del instante y la recreación simbiótica de los cuerpos humano/social/artificial?
El Libro de la Universidad Imaginada es un espacio abierto a todo tipo de saberes y no sólo a aquellos que se han erigido como “verdaderos”. Es el empeño de un grupo de universitarios que creen en una universidad abierta, completa y en diálogo que se asiente en nuevas prácticas de aprendizaje y colaboración social… como la del libro.
Referencia:
Ibarra Colado, Eduardo, Luis Porter Galetar, Lilian Álvarez, Daniel Cazés, Raquel Glazman, Arturo Guillaumín, Javier Ortiz y Lourdes Pacheco. (2012). El Libro de la Universidad Imaginada. Hacia una universidad situada entre el buen lugar y ningún lugar. México: UAM-Cuajimalpa y Juan Pablos Editor.
Me pregunto lo siguiente: si las universidades son instituciones dedicadas a generar y enseñar los mejores conocimientos en todos los campos del saber, ¿por qué no emplean las aportaciones más recientes de las ciencias cognitivas para mejorar continuamente sus propios métodos educativos? Más bien pareciera suceder lo contrario: al tiempo que se adoptan acríticamente discursos y modelos de moda, se siguen reproduciendo las mismas pautas obsoletas del pasado.
Los hallazgos en las ciencias cognitivas indican que el aprendizaje se promueve “en vistas a la autoorganización de la información como aspecto fundamental del desarrollo de los seres humanos” (Gutiérrez y Prado, 2004: 7). Esto significa que de manera no deliberada, no planeada, e incluso no consciente, las personas construyen conocimientos a partir de la interacción con su entorno, en un constante flujo e intercambio de información. Incluso en situaciones turbulentas, nuestro cerebro es capaz de generar orden a partir del ruido (order from noise).
De la misma manera en que no se puede concebir la vida sin un nicho vital que provea de los nutrientes y energía necesarios, tampoco es posible pensar en el conocimiento sin una ecología cognitiva. Este ambiente es situacionalmente diverso y cambiante, además de ser fuente de disonancias y misterios. Es el aspecto tensional lo que hace que busquemos respuestas a los enigmas y problemas que nos proyecta el entorno. No podemos esperar que los estudiantes aprendan mucho y desarrollen al máximo sus capacidades cerebrales naturales en situaciones repetitivas y en las que juegan roles pasivos como recipientes de información.
En cambio, los sujetos deben ser expuestos a situaciones problemáticas, conflictivas y misteriosas, donde puedan poner en juego su pensamiento crítico y puedan contrastar sus visiones y certezas con las de otros y con aquello que llamamos realidad. En este proceso es importante que se percaten de los efectos de sus acciones y que mediante sucesiones de feedbacks modifiquen sus presupuestos y esquemas mentales. Es decir, que perciban la ecología de la acción en el bucle pensamiento <> acción <> reflexión <> experiencia. En cada ciclo, el conocimiento se efectúa en el lenguaje, que es nuestra manera distintiva de ser humanos y de ser humanamente activos (Maturana y Varela, 1998).
En la universidad, curiosamente, se olvida todo esto (o quizá nunca se ha sabido). También se ignora que las personas son naturalmente transdisciplinarias. Los seres humanos hemos desarrollado, en cientos de miles de años, un cerebro multirrelacional, capaz de conectar los fenómenos más diversos y aparentemente inconexos. El proceso del conocimiento se da de una sola pieza, sin separaciones artificiales entre lo social, lo físico, lo biológico. Pero el sistema educativo se ha encargado de anular eficientemente esta capacidad humana, incluyendo la intuición, esa extraña bestia desterrada de lo científico y lo académico. De esta manera, “uno de los mayores problemas del fracaso escolar reside en la incapacidad de un número cada vez mayor de alumnos para asociar los diferentes conocimientos entre sí y, en consecuencia, para comprender el sentido que se le debiera dar a lo que aprenden” (Mahieu, 2002: 25-26).
En su obsesión por el programa y la nota, la universidad muestra su incapacidad para comprender la existencia de modelos divergentes de conocimiento y para captar los factores afectivos que dinamizan o bloquean los procesos de aprendizaje. La universidad también “se muestra resistente a aceptar que la cognición está cruzada por la pasión […] a tal punto que son las emociones, y no las cadenas argumentales, las que actúan como provocadoras o estabilizadoras de las redes sinápticas, imponiéndonos cierres prematuros o manteniendo una plasticidad resistente a la sedimentación” (Restrepo, 1999: 31). En las universidades, pues, padecemos un analfabetismo afectivo.
El aula, lejos de constituirse en un verdadero ambiente cognitivo, se ha convertido en un espacio cerrado y aislado de su entorno en el que, paradójicamente, se juega a preparar al estudiante para desenvolverse en él. Se ofrece en cambio un mundo administrado en retazos disciplinarios y cerrados, cultivados en parcelas atendidas por facultades, centros y departamentos. Dentro de esta rígida estructura, los “nuevos modelos educativos” no dejan de ser meros arreglos cosméticos que dejan intacto el paradigma simplificador, mecanicista y fragmentador de fondo. Esta fragmentación tiene consecuencias importantes sobre nuestras posibilidades de desarrollo humano. Edgar Morin (2000: 3) advierte:
Existe una falta de adecuación cada vez más grande, profunda y grave entre nuestros saberes discordes, troceados, encasillados en disciplinas, y por otra parte una realidades o problemas cada vez más multidisciplinarios, transversales, multidimensionales, transnacionales, globales y planetarios.
Por otra parte el físico teórico norteamericano y antiguo colaborador de Albert Einstein, David Böhm (2002: 19) nos dice:
[…] la fragmentación está muy extendida por todas partes, no sólo por toda la sociedad, sino también en cada individuo, produciendo una especie de confusión mental generalizada que crea una interminable serie de problemas y que interfiere en la claridad de nuestra percepción tan seriamente que nos impide resolver la mayor parte de ellos.
Es decir, no sólo el mundo, sino también la sociedad y el individuo están fragmentados. El panorama se advierte aún más desolador cuando descubrimos que en las universidades públicas, debajo de una delgada capa de novedades tecnológicas y conceptuales hay una espesa malla de funciones y fuegos pirotécnicos que nada tienen que ver con esa educación del siglo XXI que tanto se pregona a los cuatro vientos. Estamos aún muy distantes de una universidad integradora de saberes, no profesionalizante y humanista. La enseñanza tiene que convertirse en una tarea política, en una construcción de estrategias para la vida, que necesita de la transdisciplina, de la técnica y del arte.
Referencias
Böhm, David. (2002). La totalidad y el orden implicado. Barcelona: Editorial Kairós.
Gutiérrez Pérez, Francisco y Cruz Prado. (2004). Germinando Humanidad. Pedagogía del Aprendizaje. Guatemala: Save the Children Noruega.
Mahieu, Pierre. (2002). Trabajar en equipo. México: Siglo Veintiuno Editores.
Maturana, Humberto y Francisco Varela. (1998). The Tree of Knowledge. The biological roots of human understanding. Boston: Shambala.
Morin, Edgar. (2000). La mente bien ordenada. Repensar la reforma. Reformar el pensamiento. Barcelona: Seix Barral.
Restrepo, Luis Carlos. (1999). El derecho a la ternura. Santiago de Chile: LOM Ediciones.
El 22 de abril de 2012, el Laboratorio de Análisis Institucional del Sistema Universitario Mexicano (Laisum) publicó mi artículo «Universidad Pública vs Desarrollo», en su sección Voz de los Universitarios. Lo reproduzco hoy aquí. El Laisum es coordinado por el investigador de la UAM Dr. Eduardo Ibarra Colado, y su portal en Internet está en: laisumedu.org/
I. El desarrollo como visión del mundo
Un tema recurrente de discusión en el ámbito educativo es el que se refiere a la privatización de los fines de la universidad pública. Es decir, su conversión progresiva para que opere como una empresa productora de conocimientos y de “recursos humanos”[1] que alimenten a la economía neoliberal. De ahí todo ese sistema operativo y conceptual que domina el ambiente y que incluye aspectos tales como competitividad, acreditación, certificación, productividad, liderazgo, ranking, competencias, etc. Para quienes defendemos la naturaleza humanista de la universidad pública la cosa pinta difícil. El asunto es que detrás de este proceso de privatización hay un argumento legitimizador poderoso: la universidad debe contribuir al desarrollo (del país, de las regiones, del mundo). ¿Quién en su sano juicio puede oponerse al aparentemente bienintencionado propósito de promover el desarrollo? Al parecer, un creciente número de académicos, científicos y pensadores de todas partes del mundo.
El desarrollo no es sólo un concepto que utilizan los economistas, los políticos y los expertos. Es una manera de ver el mundo y de vernos en ese mundo. Modela nuestras “necesidades”, deseos y consumos. Determina el diseño de nuestras instituciones (incluyendo las educativas) y la organización de nuestras vidas. El desarrollo ha establecido una racionalidad que nos dicta lo que es bueno, conveniente y deseable. Está fundado en términos dicotómicos, como éxito-fracaso, riqueza-pobreza, productivo-improductivo, etc. La racionalidad del desarrollo está tan arraigada en nuestras mentes y acciones, que pocas veces o nunca sometemos a un examen crítico sus consecuencias. El desarrollo ha creado un conjunto de categorías que se imponen en los sistemas de conocimiento, los cuales se reproducen por medio de la educación. Como dice Ashis Nandy, la dominación se ejerce hoy no tanto mediante la fuerza, sino a través de categorías, incrustadas en los sistemas de conocimiento:
Durante las últimas décadas, las definiciones hicieron que por lo menos dos mil millones de seres humanos se vieran a sí mismos como subdesarrollados, no sólo económicamente, sino también cultural y educativamente (Nandy 2003: 143).
El desarrollo, con la ayuda de la educación, convirtió lo local en algo irrelevante. Si queríamos progresar teníamos que poner los ojos en lo que estaba fuera de nuestras vidas, experiencias y saberes. La educación se encargó de que aprendiéramos el nuevo alfabeto único del desarrollo al tiempo que nos hacía olvidar los alfabetos propios. Dejamos de ver lo que las comunidades y las personas pensaban y hacían en sus lugares (Fasheh, 2002), para aprender que la felicidad y el bienestar se encuentran más allá del horizonte.
La universidad forma los “recursos humanos” para el desarrollo: mano de obra, profesionales, especialistas, administradores y “líderes” que requiere el funcionamiento de la economía global. Prepara a los científicos y tecnólogos que proveen los conocimientos y sus aplicaciones para hacer más provechosas las inversiones[2]. El conocimiento que vale es aquel que sirve a los fines de la economía. Pero no sólo eso. La educación forma a los futuros consumidores y ciudadanos de McWorld, como Benjamin Barber bautizó a la civilización occidental. La educación se privatiza en sus fines y métodos y adopta un enfoque empresarial. Así, se enseña la eficiencia económica y no el bienestar o el equilibrio de la biosfera. Se promueve la competitividad en detrimento de la cooperación. Se privilegia la especialización y la estandarización, y se atenta contra la diversidad.
La educación de hoy alienta a los jóvenes a encontrar carrera antes de que puedan encontrar una vocación (Orr 2004). Una carrera es un trabajo, una manera de ganarse el sustento, una forma para hacerse de un curriculum. Es símbolo de movilidad social y de un “estilo de vida” (medible en niveles de consumo). En cambio, una vocación tiene que ver con propósitos más trascendentales en la vida, con valores más profundos, con lo que uno quiere legar al mundo. La escolarización deja impreso un paradigma disciplinario en las mentes de los jóvenes, con la creencia de que el mundo está organizado en campos separados, como en el curriculum. Llegan a creer que la economía no tiene nada que ver con la física o con la biología. No se puede mantener esta creencia sin causar daño, tanto al planeta como a las mentes y vidas de las personas que lo creen así.
II. La historia que no se cuenta en las universidades
Un alud de crecientes evidencias científicas ha corroborado que nuestro planeta tiene una “habilidad” extraordinaria para mantener las condiciones habitables (Lovelock, 2010). La temperatura del planeta nunca ha estado demasiado fría o demasiado caliente (a pesar de periodos muy fríos y muy calientes) en los últimos 3 000 millones de años. Esta estabilidad es extraordinaria en virtud de que la temperatura del sol se ha incrementado sostenidamente y, actualmente, es ¡25 por ciento más caliente que hace 3 500 millones de años! (Harding, 2010: 72). La vida, por medio de un proceso autopoiético (que se produce a sí misma) y de continuas emergencias ha construido un mega-sistema con capacidades de auto-organización: la Tierra.
La autorregulación y la capacidad autopoiética de individuos, especies y biosfera son posibles gracias a la cooperación y a la dependencia mutua. El resultado es una creatividad sistémica que les permite coevolucionar. El fenómeno de la simbiosis constituye un proceso cognitivo global[3], y nuestro cálido planeta es expresión de constantes creaciones locales y emergencias globales entre organismos vivos y su ambiente no vivo. Esta compleja dinámica se ha venido perfeccionando durante 4 600 millones de años, con la participación de individuos y especies de los cinco reinos: monera (bacterias), protoctista (algas, moho, protozoa), animales, plantas y hongos.
La teoría del planeta como un sistema complejo auto-organizado llevó a otro nivel la teoría evolutiva de Darwin, con un giro inesperado: la vida no se tuvo que adaptar a las azarosas fuerzas de la geología, la química y la física planetarias, sino que la vida creó su propio entorno que mantiene y regula las condiciones ambientales. El nivel de oxígeno, la formación de las nubes y la salinidad de los océanos, por ejemplo, son todos regulados por procesos químicos, físicos y biológicos en constante interacción. La auto-regulación del clima y la composición química emerge de la estrecha evolución acoplada de rocas, aire, océanos y organismos (Harding, 2009).
La organización de lo vivo, fundada en relaciones y acciones locales, no es jerárquica (no hay un elemento central que organice o controle los procesos), sino holárquica: cada parte del todo se comporta como totalidad y como parte (Margulis y Sagan, 2005). La paulatina diferenciación dentro de la biosfera a partir de variables geográficas, climáticas, oceanográficas, edafológicas y biológicas, hizo emerger una gran variedad de hábitats, los ecosistemas, cuyas interacciones locales siguieron modificando la biosfera para seguir creando mejores condiciones para la vida.
Pongamos las cosas en perspectiva. Durante 4 600 millones de años el proceso evolutivo produjo un sistema que se comporta como un mega-organismo con capacidades de auto-regulación. Todas las especies forman un tejido bio-cognitivo por medio de procesos autopoiéticos, de acoplamiento estructural y de intercambios energéticos, materiales e informacionales. La biodiversidad, la verdadera riqueza con la que contamos (Margulis y Sagan, 2005), es la diversidad de la vida a varios niveles de organización, desde los átomos constituidos en moléculas y cadenas orgánicas, hasta especies, ecosistemas, bio-regiones, biosfera y planeta.
III. Lo peligroso del desarrollo
El problema es que las expresiones concretas del desarrollo económico, contrario a lo que predica su discurso y su teoría, constituyen hoy la principal causa de destrucción de la naturaleza, de las relaciones ecológicas y sistémicas de las que depende la integridad del planeta y, por tanto, de la integridad de la especie humana. El desarrollo, el proyecto del progreso de la Modernidad, no sólo no ha resuelto los problemas de desigualdad social, pobreza, hambre e injusticia, sino que los ha agravado. Hoy podemos constatar que ningún avance científico y tecnológico ha ayudado a eliminar, o al menos disminuir, ninguno de los grandes flagelos de la humanidad.
En nombre del desarrollo se ha venido desmantelando, racional y eficientemente, el tejido bio-cognitivo de la Tierra (que tomó 4 600 millones de año de evolución). Con cada acción destructiva (deforestación, contaminación de océanos, extinción de especies, etc.) se disminuyen las capacidades de auto-regulación del planeta, debido a la destrucción de cadenas y ciclos bio-físico-químicos a partir de los cuales se crea la diversidad y la riqueza que sustenta nuestra especie. Con el incremento de la pobreza, el agotamiento de los combustibles fósiles del que depende la economía global, y la escasez de alimentos,[4] nos encontramos en una senda de colapso civilizacional.
No se trata de una catástrofe futura. La catástrofe ya se ha producido (Latouche y Harpagès, 2011). Estamos acabando con las especies a una tasa 10 000 veces la tasa de extinción natural (Wilson, 2002). Dicho de manera prosaica: cada día perdemos 80 especies, principalmente en los bosques tropicales, gracias a nuestro insaciable apetito de madera, soya, aceite de palma y carne (Harding, 2010). En un día típico en el planeta, se pierden 300 kilómetros cuadrados de bosques lluviosos, otros 190 kilómetros cuadrados se convierten en desiertos, como resultado de programas de “desarrollo”. Se lanzan 2 700 toneladas de clorofluorocarbonos y 15 millones de toneladas de dióxido de carbono a la atmósfera (Orr, 2004). Es decir, cada día la Tierra es un poco más caliente, su agua más ácida y el tejido de la vida más débil.
El tetramotor del desarrollo globalizado, identificado por Edgar Morin, constituido por el acoplamiento entre la ciencia, la tecnología, la industria y el interés económico, es hoy en realidad un penta-motor: ciencia-tecnología-industria-interés económico-universidad. Lo que quiero decir es que la universidad es parte hoy de la maquinaria de un desarrollo a escala global intrínsecamente destructivo. Desde nuestra perspectiva, el problema va más allá de la privatización de la educación: lo que está en juego detrás de todo esto es el futuro y la viabilidad de nuestra civilización.
IV. La Universidad Pública y una otra concepción del desarrollo
Se habla de una pretendida “sociedad del conocimiento”, pero paradójicamente la teoría del desarrollo, en pleno siglo XXI, está fundada en retazos de teorías científicas, imposturas intelectuales (Smith y Max-Neef, 2011) y en supuestos que se han mantenido desde el siglo XVIII (Rifkin y Howard, 1980). La “nueva economía” descansa sobre principios que están en conflicto flagrante con los procesos y fenómenos de la vida. La visión del desarrollo no sólo está equivocada en sus fundamentos científicos (Smith y Max-Neef, 2011), sino que es la visión que se enseña y reproduce en las universidades (Kumar, 2009; Orr, 2004). Éstas ofrecen un conjunto de conocimientos fragmentados (competencias) que satisfacen las necesidades propias de cada mercado laboral, pero que son ajenos a una comprensión sistémica de la realidad humana. David Orr lo expresa de manera contundente:
La verdad es que sin las precauciones necesarias, la educación sólo va a habilitar a las personas para convertirlas en vándalos de la Tierra más eficaces. Si uno presta la debida atención, es posible escuchar a la Creación quejarse cada vez que un nuevo lote de jóvenes Homo sapiens, astutos y deseosos de tener éxito, pero ecológicamente analfabetos, son lanzados a la biosfera. (Orr, 2004: 5)
Se habla de la necesidad de repensar y replantear la Universidad pública. Pero para ello es necesario también repensar y replantear la idea del desarrollo. No podemos hacer avances significativos en este sentido si nuestras instituciones no emprenden un esfuerzo individual y colectivo de análisis crítico a fondo del desarrollo y sus consecuencias, no sólo económicas, sino también culturales, psicológicas, espirituales, entre otras dimensiones.[5] No podemos salir de la caja si no sabemos cuál es la caja en la que estamos encerrados.
Hoy contamos con suficientes evidencias científicas acerca del fracaso del proyecto de la Modernidad: el control de la naturaleza por el hombre para beneficio del hombre mismo. Hemos vivido demasiado tiempo con la idea arrogante de que la humana es la especie más evolucionada, cuando en realidad somos los recién llegados. En tan solo 0.00000086 por ciento de la historia evolutiva de la Tierra estamos a punto de destruir lo que tomó 4 600 millones de años en crearse. Hoy ya nos queda claro que no somos el centro del universo ni somos más inteligentes que las bacterias (de quienes descendemos y a quienes debemos el acondicionamiento de nuestro planeta). Es hora de adoptar una visión más humilde y más realista y comprender que nuestra integridad depende de la integridad de cada una de las demás especies.
Es por ello que aún me siguen inquietando esos ampulosos discursos sobre la “sociedad del conocimiento” y esos carteles que están pegados en los muros de nuestras facultades, en los que expresan su misión y que, palabras más, palabras menos, rezan más o menos así: “Formar profesionistas que sean capaces de insertarse exitosamente al proceso de globalización”. Estoy seguro de que hay otro desarrollo que se pueda evaluar a escala local, a la luz de principios que tienen que ver con el tejido físico-químico-biológico-social de la biosfera y el incremento de la habitabilidad. Es decir, que recupere la autonomía perdida en aras de un desarrollo que nunca llegó y, al parecer, nunca llegará. Ahí está el verdadero reto de las universidades públicas.
Referencias
Fasheh, Munir. (2002). “Abundance as a central idea in ecological approaches in education”. En Jean-Paul Hautecoeur (ed.) Ecological Education in Everyday Life. Toronto: Toronto University Press. Pp. 44-50.
Harding, Stephan. (2010). “Gaia and Biodiversity”. En Eileen Crist y Bruce Rinker (eds.) Gaia in Turmoil. Climate change, biodepletion, and Earth ethics in an age of crisis. Cambridge (MA): The Massachussetts Institute of Technology Press. Pp. 107-124.
Harding, Stephan. (2009). Animate Earth. Science, Intuition and Gaia. Totnes: Green Books.
Kumar, Satish. (2009). Earth Pilgrim. Totnes: Green Books.
Latouche, Serge y Didier Harpages. (2011). La hora del decrecimiento. Barcelona: Ediciones Octaedro.
Lovelock, James. (2010). “Our Sustainable Retreat”. En Eileen Crist y Bruce Rinker (eds.) Gaia in Turmoil. Climate change, biodepletion, and Earth ethics in an age of crisis. Cambridge (MA): The Massachussetts Institute of Technology. Pp. 21-24.
Margulis, Lynn y Dorion Sagan. (2005). ¿Qué es la Vida? Barcelona: Tusquets Editores.
Nandy, Ashis. (2003). “Recuperación del conocimiento autóctono y futures contrapuestos de la Universidad”. En Sohail Inayatullah y Jennifer Gidley (comp.) La universidad en transformación. Perspectivas globales sobre los futuros de la universidad. Macanet de la Selva (Girona): Ediciones Pomares. Pp. 143-154.
Orr, David W. (2004). Earth in Mind. On education, environment, and the human prospect. Washington: Island Press.
Rifkin, Jeremy y Ted Howard. (1980). Entropy. A new world view. Nueva York: The Viking Press.
Smith, Philip B. y Manfred Max-Neef. (2011). Economics Unmasked. From power and greed to compassion and the common good. Totnes: Green Books.
NOTAS:
[1] Vale la pena preguntarse en qué momento los sujetos nos convertimos en “recursos”. El concepto mismo nos hace saber que nos hemos convertido en instrumentos de algo que nos supera y está por encima de nuestras vidas: la economía global.
[2] La ciencia y sus aplicaciones está guiada por las ganancias, sin importar los “efectos secundarios”, como los daños ambientales y sociales. Así, las corporaciones alimentaria y farmacológica (las más rentables del mundo, junto con el negocio de la guerra) dedican miles de millones de dólares anuales a la investigación en biotecnologías de manipulación genética para obtener ganancias en tiempos cada vez más cortos.
[3] Simbiosis significa “convivir”, de acuerdo a su etimología griega. En la teoría evolutiva, se refiere a la estrecha y persistente relación entre dos organismos de diferentes especies, con efectos benéficos para ambos (Margulis, 1998).
[4] Escasez provocada por la pérdida diaria de millones de toneladas de suelo fértil, el incremento de la población, y el uso de cosechas para producir biocombustibles y forrajes.
[5] Yo propondría un proyecto académico-científico de alcance nacional (incluso internacional) en el que las universidades públicas no sólo realizaran una crítica al desarrollo y sus principios, sino también aportaran propuestas alternativas, con fundamentos en las aportaciones científicas recientes en campos como la biología, la ecología profunda, la teoría de la evolución, la física, la permacultura, la biomimética, el estudio de los sistemas complejos con capacidades de auto-regulación, etc.
A finales de este mes voy a asistir a un congreso internacional sobre estudios organizacionales. Mi participacion será en una mesa que tiene el sugerente nombre de «Reinventando la universidad: desafíos más allá de las reformas neoliberales». En verdad un tema tan necesario como desafiante. Así que he decidido publicar en este blog la introducción de mi ponencia con la expectativa de generar interés en un tema tan importante como es el futuro de la educación superior. Por cierto, el título de mi trabajo es: Reinventando la universidad a partir de una noción no antropocéntrica del desarrollo: ecopoiesis. Espero picar la curiosidad de algunos lectores y lectoras.
I. Introducción
Pensar y reinventar la universidad pública fuera de la lógica neoliberal es, sin duda, uno de los ejercicios más desafiantes de imaginación que podamos realizar. Al respecto, se pueden destacar cuatro aspectos por los que el tema resulta de la mayor importancia. Primero, porque la universidad pública ha estado sujeta en años recientes a un proceso de privatización progresiva, tanto de sus contenidos y métodos como de sus fines. Segundo, este proceso no está desprovisto de una lógica legitimadora: las universidades deben contribuir al desarrollo de los países y a la construcción de una sociedad del conocimiento, ambas nociones íntimamente atadas a una economía global que ha impuesto una racionalidad en apariencia inescapable. De ahí que las reformas no logren alejarse del campo gravitacional de ese objeto masivo que es el neoliberalismo, cuya ideología ha penetrado cada rincón de nuestras geografías, sociedades y psiques.
Tercero, las expresiones concretas del desarrollo, contrario a lo que predican su discurso y su teoría, constituyen hoy la principal causa destructiva de la naturaleza, de las relaciones ecológicas y sistémicas de las que depende la integridad del planeta y, por ende, la especie humana. Podemos incluso poner en tela de juicio, a la luz de los avances de la ciencia en los últimos 60 años, la validez científica de las llamadas teorías del desarrollo. Cuarto, las universidades públicas pueden estar contribuyendo, sin proponérselo, a la construcción de un mundo tan absurdo como inviable. Por todo esto es necesario pensar la universidad pública desde una perspectiva que no sea la de los intereses corporativos y de la racionalidad del mercado.
En medio de un alud de problemas, demandas y expectativas internas/externas, las universidades no tienen tiempo ni espacio para pensar a fondo su misión y su filosofía. La urgencia de los problemas exige rapidez de respuesta, por lo que se ven forzadas a adoptar, irreflexivamente, las reformas de moda, relegando indefinidamente el cuestionamiento a fondo sobre cuál debe ser el papel de la universidad pública en tiempos de crisis global, qué tipo de ciencia y de conocimientos son necesarios para hacerle frente a problemas que desbordan cualquier aproximación disciplinaria o profesional, qué valores enseñar en un mundo atravesado por la violencia, la corrupción y la codicia.
Al mismo tiempo, cada vez más crece la conciencia de que hay algo profundamente mal con la universidad y que no se puede resolver con una reforma educativa. A más de cuatro décadas de mayo de 1968, los estudiantes y los profesores han salido nuevamente a las calles para rebelarse contra el embate de los mercados sobre la universidad pública. El “No a Bolonia” es tan solo una de sus manifestaciones. La revuelta internacional busca contener la irrupción de la economía neoliberal e impedir que las universidades se conviertan en empresas que alimenten el mercado global de personas y conocimientos. De este tipo de resistencias depende que la educación, la ciencia y la cultura sean bienes públicos. De otra manera, se iría el último bastión de nuestras sociedades al servicio de la libertad, pues a la educación superior se le quiere convertir en el “mercado del saber”, donde el conocimiento es la mercancía susceptible de apropiación privada y explotación comercial.
No obstante, desde nuestra perspectiva, el problema va más allá de la privatización de la educación: lo que está en juego detrás de todo esto es el futuro y la viabilidad de nuestra civilización. En este trabajo trataremos de explicar por qué. Asimismo, vamos a ofrecer otra manera, entre tantas posibles, de ver la realidad, desde una perspectiva no centrada en las intenciones del Homo oeconomicus, ni en las llamadas “necesidades” humanas, hoy modeladas por los intereses corporativos y la mercadotecnia. Lo que proponemos es otra manera de contextualizar la educación, desde una visión evolutiva del hombre, una especie cuya integridad depende de la integridad de todas las demás especies y del complejo ambiente físico terrestre.
Son dos los propósitos centrales de este trabajo. Uno, proveer una mirada distinta de la realidad que nos ayude a concebir otra noción de desarrollo, fundado en conocimientos científicos recientes y en principios en los que se ha sustentado la evolución de la vida en nuestro planeta. Otro, abrir otras posibilidades para concebir la universidad, como una institución con la trascendental responsabilidad, no de capacitar para los mercados de trabajo, sino de formar para la vida y la construcción de un planeta habitable para ésta y las generaciones futuras. También debo decir que este trabajo está dedicado a las pacientes e inteligentes bacterias que han hecho posible lo improbable: el florecimiento y evolución de la vida en la Tierra y que nosotros, hoy, podamos discutir sobre la universidad.
Gracias a la invitación de Reyna, tuve la oportunidad de convivir unas horas con habitantes, especialmente niños, de una comunidad rural cercana a Xalapa. La idea era darles una plática breve, en el marco de un trabajo de investigación-acción que ella realiza con otros colegas suyos. Lo que más me impresionó, además del paisaje de una zona montañosa, de «malpaís», fue la gente de allí: cálida, abierta y con sentido del lugar (sensibilidad que hemos perdido los citadinos).
Niña con vasito de plástico.
Los miembros del pequeño grupo de académicos saben muy bien que ellos no «llevan el desarrollo» a la comunidad ni van a «empoderar» (uno de los verbos más arrogantes que hemos importado del inglés) a sus habitantes. Saben, en cambio, que se trata de un proceso de participación respetuosa en el que todo mundo aprende y lleva a su propio nicho vital lo aprendido. Sobre todo aquello que tiene que ver con nuestra relación con la naturaleza.
Niño en verdad muy serio.Cerca de piedra.
Fue esta una oportunidad para tomar algunas fotografías, tanto de la comunidad y sus habitantes como de los paisajes circundantes. Muestro aquí una pequeña muestra de ellas, sobre todo de los niños. Todos posan, les gusta ser el centro de atención (¿a quién no?), aunque algunos fingen cierta indiferencia. Pueden hacer click sobre ellas para ver los detalles con la lupa de aumento.