Entrevista a un hongo

En 2003 se realizó el concurso anual del mejor ensayo a escala global. Fue patrocinado por la Royal Dutch Shell (una de las cuatro mayores multinacionales en materia de hidrocarburos, gas natural y gasolinas) y la prestigiosa revista The Economist (publicación británica sobre economía y relaciones internacionales). La pregunta que plantearon para la elaboración de los ensayos fue: ¿Necesitamos a la naturaleza? Curiosa pregunta, ¿no? La ganadora de esta competencia fue Diane Brooks Pleninger, de Anchorage, Alaska, con el ensayo “Entrevista a un hongo”.

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Pilobolus crystallinus.

Aquí presento una traducción libre de parte del texto ganador y que aparece en el libro Dreaming the Future, de Kenny Ausubel. Aquí, Diane Pleninger (D. P.), la galardonada del concurso, entrevista al hongo Pilobolus crystallinus (P. C.).

D. P. Nuestro invitado de hoy es Pilobolus crystallinus, autor del libro bestseller y ganador de varios premios ¿Necesitamos la humanidad? Una perspectiva micótica. Él es un erudito, conferencista, habitante del estiércol y conocido autor. Señor Pilobolus, su libro más reciente plantea algunas preguntas tentadoras acerca del futuro de la biosfera y el papel que usted y otros habitantes jugarán en él. Díganos cómo es que llegó a escribir sobre este tema.

P. C. El libro es resultado de una serie de simposios a los que asistí a lo largo de 200 años, bajo el patrocinio de la Federación Mundial de Hongos, sobre el tema “¿Qué necesita la naturaleza?”

D. P. Los siglos XIX, XX y XXI constituyen un periodo revolucionario en la biosfera. ¿Cómo han sido afectados los hongos por los eventos de la historia moderna?

P. C. La historia reciente de los hongos, la cual tiene unos 400 millones años, ha sido una historia de éxito extraordinario. Los hongos ocupamos dos nichos vitales en la naturaleza cuya importancia nunca ha sido cuestionada. En uno de ellos, nosotros conducimos los ciclos del carbono, donde equipos selectos de detritívoros tienen la misión de digerir la materia orgánica y regresar las partes componentes de nuevo al sistema ecológico. Sin nuestro trabajo, la vida sobre la Tierra desde hace mucho tiempo se hubiera detenido por la falta de materia prima. En otro nicho, actuamos en sociedad con las raíces de las plantas para extender su alcance en el ambiente del suelo y mejorar su absorción de agua y de nutrientes. Los animales, a su vez, se alimentan de las plantas y se benefician de esta colaboración. Ambos roles son críticos para mantener la biosfera.

D. P. Desde su punto de vista, ¿cuál ha sido el propósito de los humanos durante los siglos recientes?

P. C. Con la sabiduría que me da la experiencia, creo que lo podemos resumir como un experimento fallido de individualismo. La idea de individuo –y no hay un equivalente entre los hongos– surgió durante un periodo de transformaciones rápidas en la sociedad humana. En teoría, el individualismo se veía justificable, incluso atractivo. El individuo ideal era educado e ilustrado, alguien a quien todos querríamos conocerle. Sin embargo, en la práctica, la cultura del individualismo ilustrado se convirtió, después de un breve periodo, en un culto a la libertad personal. Durante varios siglos, esta libertad desenfrenada y la distribución fortuita de los recursos naturales condujeron a la creación de ciertas colonias de humanos ricas y aisladas. Su prosperidad provocó envidia, y el resto del mundo hizo lo que pudo para emularlas. Grandes poblaciones de humanos se mudaron de una experiencia muy simple del mundo natural a la expectativa de un estilo de vida similar a la que gozaban sus explotadores. Este clamor por la riqueza puso una enorme presión en la biosfera.

D. P. ¿Cómo describe la relación actual entre la naturaleza y la humanidad?

P.C. Sólo puedo hablar por los hongos, quienes caracterizan a la humanidad como prescindible. Después de un análisis muy intenso de los datos, la Academia no pudo identificar ninguna transacción indispensable entre los hongos y los humanos.

En este concurso participaron alrededor de 6 000 trabajos, provenientes de 163 países. El premio fue de $ 20 000.00 dólares. Diane Pleninger, en una entrevista, dijo que no diría en qué se iba a gastar ese dinero. Sólo mencionó que había hecho una lista con las cosas que le parecían prioritarias para beneficiarse de ese dinero.

Pilobolus crystallinus
Pilobolus crystallinus.

Esta es la referencia completa del libro:

Ausubel, Kenny. (2012). Dreaming the Future. Reimagining Civilization in the Age of Nature. White River Junction (Vermont): Chelsea Green. 212 páginas.

Nota: Las dos fotografías que acompañan esta entrada fueron tomadas de la página Nature Photography by Dragisa Savic: http://http://www.naturefg.com/pages/b-fungi/pilobolus%20crystallinus.htm. Se usan sólo para ilustrar esta entrada y sin ningún ánimo de lucro. Los derechos son del autor Dragisa Savic. Recomiendo visitar esta página con excelentes galerías de flora, fauna y hongos.

Panqué con nueces para el desayuno

Esta mañana he decidido desayunar un panqué con nuez, acompañado de una taza de café. Abro la lustrosa y colorida bolsa de plástico. Leo que ha sido enriquecido con vitaminas B1, B2 y B12 (¡mis favoritas!). Mientras remojo una rebanada en el café me pregunto de dónde viene. De la tienda, por supuesto. Pero, ¿cuál es su historia?, ¿qué es lo que ha tenido que pasar para que el panqué esté sobre mi mesa? Me sumerjo mentalmente en un complejo proceso que comprende desde la extracción de sus insumos hasta la disposición final del producto (o de lo que quede de él).

Para simplificar mi reflexión, me centro en uno de sus ingredientes: la harina. Ésta proviene del trigo (que es el segundo grano que más importamos en México) que se cosecha en grandes extensiones de agricultura industrial, esto es, en grandes monocultivos (que han alterado tanto los ecosistemas). Su producción está muy tecnificada y depende de la industria petroquímica, particularmente de los pesticidas y los fertilizantes (mercado controlado por unas cuantas corporaciones globales: Syngenta, Bayer CropScience, BASF, Dow AgroSciences, Monsanto). El trigo es cosechado y transportado a la fábrica de harina, ya sea por avión, barco, tren o carretera (con el correspondiente gasto de energía y el uso de combustibles fósiles). Las distancias recorridas pueden ser de miles de kilómetros. En la planta de producción se le somete a su limpieza, acondicionamiento (grado de humedad), molienda, trituración, cribado (tamizado), purificación (eliminación del salvado), reducción (moler sémolas y semolinas), blanqueo (la industria ha decidido que es muy desagradable su color amarillo natural) y empaque (bolsas de diferentes tamaños, costales). La harina tiene que ser transportada ahora a la fábrica de panqués, sea por carretera o ferrocarril (más gasto de energía y uso de combustibles fósiles).

En la fábrica de panqués, la harina se reúne con otros ingredientes: leche, levadura, azúcar, gluten, colorantes (amarillo 5 y rojo 40), conservadores, las nueces, aditivos (como las vitaminas), sulfato y fosfato de aluminio, saborizante artificial (?), goma xantana, ácido sórbico, etc. También podríamos preguntarnos cuál es la historia de cada uno de estos insumos (dónde se obtienen, cómo se transforman). Los ingredientes se combinan y procesan en las proporciones exactas indicadas en la receta de la empresa. Se les somete a un proceso altamente mecanizado que incluye el paso por mezcladoras, amasadoras, cortadoras, hornos, cintas transportadoras y empaquetadoras. Por supuesto, todo esto significa más gasto de energía, principalmente eléctrica y de gas. Siendo más refinados en nuestra descripción, podríamos incluir la participación de diversos tipos de operadores humanos, que a su vez utilizan medios de transporte para desplazarse de sus casas a la planta y viceversa.

Una vez que el panqué ha sido empacado y almacenado, tiene que ser transportado a los centros de distribución de la empresa. Esta operación involucra el traslado del producto a todas partes del país por miles de kilómetros (más combustibles fósiles). De los centros de distribución, los panqués son llevados a las tiendas y supermercados de las ciudades y pueblos (donde han desplazado la producción local y artesanal del pan): una amplia red que penetra todos los rincones de nuestra geografía. Toda esta distribución está acompañada por un fuerte apoyo de la mercadotecnia en diversos medios de comunicación masiva (más gasto material y energético). Cuando el panqué está al fin en los anaqueles, lo único que tenemos que hacer es ir a comprarlo a la tienda más cercana. En mi caso, a una de estas franquicias que operan las 24 horas del día y que está a solo un par de cuadras de casa. Ahí me han proporcionado una conveniente bolsita de plástico que me servirá para poner algo de basura y después meterla en la gran bolsa negra de basura. Finalmente, el eficiente servicio de recolección se llevará el empaque de propileno (hidrocarburo) de mi panquecito a algún “relleno sanitario” (mejor conocidos como “tiraderos”) donde se reunirá con otras bolsas hechas del mismo material y constituir así el ocho por ciento de toda la basura.

Debido al tiempo que me tomó hacer esta breve reflexión, mi panqué descansa ahora en el fondo de la taza. Mientras realizo algunas maniobras para rescatarlo con una cuchara, me pregunto qué pasa con otros productos: ropa, zapatos, juguetes, adornos de Navidad, celulares, palillos de dientes, computadoras, baterías, focos “ahorradores”, bolsas de plástico, autos, gas para uso doméstico, casas, etcétera. ¿Cuál es la historia de cada uno de los productos que consumimos y utilizamos todos los días? Esta debe ser, sin duda, una tarea compleja y complicada que requiere de mucha investigación: seguir la pista por todo el planeta de cada uno de los insumos y de los procesos de transporte y transformación que intervienen en la producción, distribución y consumo de cada una de las mercancías. No sólo eso. También se trata de saber la cantidad de materia y de energía que se ocupa y consume, así como de conocer los efectos que tienen todos estos mega-procesos sobre los ecosistemas, las personas y las comunidades. ¡Vaya tarea!

Por fortuna existe una disciplina que se dedica a realizar esta meticulosa labor: el análisis de flujos materiales (AFM, o MFA por sus siglas en inglés: material flow analysis). Abel Wolman publicó en 1965 un artículo en la revista Scientific American en el que proponía un nuevo concepto: metabolismo urbano (Wolman, 1965). Es decir, pensaba en la ciudad como un gran organismo viviente que requiere insumos, que cuenta con existencias y que transforma y desecha materia y energía para su funcionamiento. Desde hace 50 años se ha desarrollado el campo del AFM para estudiar los sistemas antropogénicos mediante un método robusto, transparente y útil. Éste puede definirse como “una evaluación sistemática de los flujos de la materia dentro de un sistema definido en espacio y tiempo” (Brunner y Rechberger, 2004: 3). Debido a la ley de la conservación de la materia, los resultados de este método pueden ser verificados mediante un balance material que compara todos los insumos, los almacenamientos y los productos en un proceso (1).

El AFM se ha sofisticado y refinado tanto que podemos saber no sólo cuánta materia y energía se ha utilizado en la producción de un bien en particular. También se puede conocer bajo qué condiciones se producen. Es decir, a qué condiciones físicas y laborales son sometidos los trabajadores. Si participan niños y mujeres y cuántas horas trabajan. Del mismo modo, se investigan los efectos que tienen los procesos productivos en los ecosistemas y cuánto contaminan el agua, la tierra y la atmósfera. En otras palabras, contamos con una poderosísima herramienta que nos permite evaluar los daños de la economía global, una economía que sólo puede sostenerse mediante el crecimiento indefinido de la producción y, por supuesto, del consumo. Entre las investigaciones que nos pueden ayudar a comprender toda esta red de interacciones y efectos está la que realizó Annie Leonard por todo el mundo y que se publicó en un libro: The Story of Stuff (La historia de las cosas) y que lleva como subtítulo El impacto del sobreconsumo en el planeta, nuestras comunidades y nuestra salud, y cómo podemos mejorar la situación (Leonard, 2011).

Con tanta reflexión, mi segunda rebanada de panqué fue a parar también al fondo de la taza de café. Será mejor que aquí deje de pensar en estas cosas y dedicarme mejor a disfrutar de este panecillo que ha sido hecho tal y como lo hacían nuestras abuelitas, según puedo leer en su bolsa. Pero he aprendido una cosa: que contamos con el análisis de flujos materiales como una herramienta muy poderosa para ver qué tan derrochadores son nuestros procesos de producción, consumo y estilos de vida.

Nota:

(1) El análisis de flujos materiales se utiliza también en la industria alimentaria para propósitos de control, supervisión, identificación de riesgos y, sobre todo, seguridad sanitaria. Esto es lo que se conoce como “trazabilidad” y se le define como: “la capacidad para seguir el movimiento de un alimento a través de etapas especificadas de la producción, transformación y distribución” (Agencia Española de Seguridad Alimentaria y Nutrición, 2009: 15).

Referencias

Agencia Española de Seguridad Alimentaria y Nutrición. (2009). Guía para la aplicación del sistema de trazabilidad en la empresa agroalimentaria. Madrid: Gobierno de España.

Brunner, Paul H. y Helmut Rechberger, (2004). Practical Handbook of Material Flow Analysis. Boca Raton (Flo.): Lewis Publishers.

Leonard, Annie. (2011). The Story of Stuff. The Impact of Overconsumption on the Planet, Our Communities, and Our Health. And How We Can Make it Better. Nueva York: Free Press.

Wolman, Abel. (1965). “The Metabolism of Cities”. Scientific American, Vol. 3, No. 213, pp. 179-190.

Naturaleza, innovación y otra universidad

La sustentabilidad… hasta en la sopa

Si le preguntáramos a la gente qué relación existe entre sustentabilidad e innovación educativa, probablemente la mayoría de las personas no sabría que decir. Sin embargo, este cuestionamiento, aparentemente trivial, podría resultar muy productivo. Por ello vamos a apuntar algunas ideas acerca de cómo una noción de sustentabilidad puede ayudarnos a repensar la educación, nuestras escuelas y universidades. Pero primero hay que reconocer un gran problema: la sustentabilidad se ha puesto de moda por todas partes, ¿no es cierto? No hay discurso del ámbito político o educativo que esté completo si no se invoca al “desarrollo sustentable” o a la “sustentabilidad”. Como si a fuerza de repetirlos se pudiera resolver la crisis ambiental.

Definir el desarrollo sustentable como aquel que busca “satisfacer las necesidades de las sociedades presentes sin disminuir las posibilidades de que las generaciones futuras puedan atender sus necesidades”, en realidad no ayuda mucho. ¿Por qué? Porque no ofrece ningún criterio objetivo para guiar nuestras acciones, y tampoco está fundado en conocimientos científicos. En otras palabras, es una atractiva y pegajosa frase llena de buenos deseos. De ahí que se nos haga creer que separando la basura, reciclando cosas, sembrando arbolitos y creando azoteas verdes estemos en vías de lograr la tan deseada sustentabilidad. Nada más alejado de la realidad.

Otra manera de ver la sustentabilidad

Si quisiéramos construir una definición de sustentabilidad, no sólo más científica sino al mismo tiempo más útil y práctica, tendríamos que observar cómo funcionan los ecosistemas y cómo se ha organizado la vida a lo largo de 3 900 millones de años de evolución en la Tierra. La buena noticia es que esto ya lo han hecho los científicos desde los más diversos campos del conocimiento: física, química orgánica, biología evolutiva, teoría de sistemas complejos, ecología, etc. El lector seguramente se pregunte por qué entonces no hemos adoptado una visión de sustentabilidad así. Bueno, porque hay poderosos intereses económicos que se verían amenazados seriamente con una visión científica de la sustentabilidad. Pero no nos vamos a detener por ahora a describir cómo esos intereses se verían afectados.

Cuando hablamos de sustentabilidad estamos aludiendo a la capacidad de los ecosistemas para mantenerse a sí mismos por largos periodos de tiempo, incluso en términos de miles de años. Sin necesidad de entrar en complicaciones teóricas, podemos referirnos a un principio natural, tan simple como bello, y que constituye el fundamento de la sustentabilidad: la naturaleza hace lo que hace con lo que tiene a la mano, a temperatura ambiente y a presión ambiente. Es decir, un bosque para existir no necesita “importar” materiales de otra parte del planeta, sino que todos sus procesos metabólicos y de transformación de la energía los realiza con lo que está cerca. Es decir, la sustentabilidad se construye localmente. Si pensáramos detenidamente sobre esta “obviedad” podríamos, por ejemplo, rediseñar las carreras universitarias (economía, arquitectura, urbanismo, ingenierías, etc.) a partir de este principio generador.

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Green School en Bali: Una increíble arquitectura en bambú.

La naturaleza como inspiración para la educación

Si reflexionamos acerca de esta otra manera de concebir la sustentabilidad, podemos llegar a tres conclusiones muy interesantes. Primero, la recuperación de la importancia del ámbito local (que se perdió con la globalización) y de sus procesos autónomos de producción y transformación de materia y energía. Segundo, la importancia de la eficiencia energética, a diferencia de nuestra economía derrochadora e ineficiente y de una cultura basada en la posesión y en el consumo. Tercero, algo que se deriva de lo anterior: la autonomía alimentaria. ¿Se imaginan una educación universitaria fundada en estos aspectos?

 Una educación basada en la sustentabilidad puede constituir una oportunidad para reconstruir las bases ecológicas, económicas y simbólicas a partir de un conocimiento profundo de lo local. Desde las escuelas (primarias, secundarias, prepas) y las universidades se podrían plantear no sólo preguntas generales sobre los ecosistemas y la sociedad. También, los niños y los jóvenes podrían cuestionarse: ¿qué tanto conozco este lugar, esta región?, ¿qué es lo que sostiene a estas comunidades, sean rurales o urbanas?, ¿qué tipo de conocimientos son necesarios para hacer este territorio más habitable y resiliente?, ¿qué habilidades se requieren para transformar el entorno local?

 Se puede enseñar a utilizar las fuentes de energía en forma de flujo, en lugar de seguir dependiendo de energías no renovables almacenadas (petróleo, gas, carbón) y que han resultado muy destructivas y contaminantes. Pero no sólo eso, sino que también podríamos aprender cómo, por ejemplo, las plantas transforman la energía con un mínimo de pérdida en forma de calor (entropía). Podríamos echar mano de nuevos campos científicos, como la biomimética, cuyo propósito es aprender de los sistemas naturales, de sus principios, pautas, patrones y diseños y aplicarlos en los sistemas humanos y la tecnología.

Desde la educación se podría atender uno de los problemas más graves a escala planetaria: el de la alimentación. Es absurdo que la alimentación sea hoy un negocio multimillonario de corporaciones que controlan tierras, sistemas de cultivo, biotecnologías, biocombustibles, derechos privados sobre plantas, etc. En cambio, una educación guiada por esta idea de sustentabilidad puede ayudar a restaurar los ecosistemas locales y regionales y a partir de ellos generar procesos y ciclos alimentarios de producción, distribución y consumo cercanos, fuera de la lógica del mercado… ¡y más saludables! Después de 4 600 millones de años de experimentación en la Tierra, la naturaleza nos provee de las respuestas que necesitamos. No tratemos de “corregirle la tarea”. Mejor dejemos que sea parte de nuestras estrategias pedagógicas.

Green School en Bali: salones de clases sin muros.
Green School en Bali: salones de clases sin muros.
Green School en Bali: otro salón de clases.
Green School en Bali: otro salón de clases.

Algunas experiencias en el mundo

Por todas partes están surgiendo métodos y prácticas educativas inspiradas en la naturaleza. Si bien no se trata de copiar, también podemos aprender de estas innovadoras experiencias. Por ejemplo, la iniciativa de “alfabetización ecológica” está produciendo transformaciones muy interesantes en las escuelas. El Centro de Alfabetización Ecológica (www.ecoliteracy.org) está dedicado a reformar el curriculum de la educación primaria y secundaria en los Estados Unidos. En un juego de palabras, invita a que los niños sean “inteligentes por naturaleza”. Es decir, que aprendan de ella. Para ello, experimentan el mundo natural y descubren cómo los ecosistemas sostienen la vida y, de paso, aprenden cómo alimentar comunidades sanas y satisfacer las necesidades humanas sin destruir el ambiente.

 El Schumacher College (www.schumachercollege.org.uk), en Devon, Inglaterra, tiene 20 años de ofrecer educación a favor de la vida sustentable a estudiantes de todo el mundo. Cuenta con un grupo de científicos, filósofos, diseñadores y activistas para ofrecer una gran diversidad de cursos cortos de una a cuatro semanas. Pero el Colegio destaca, sobre todo, por sus cursos de posgrado en Ciencia Holista, Producción de Alimentos, Economía para la Transición y Diseño Ecológico. Su filosofía está inspirada en el pensamiento y obra de Fritz Schumacher (autor del libro Lo pequeño es hermoso), así como en las aportaciones científicas de James Lovelock, Lynn Margulis y Stephan Harding impulsores de la Teoría Gaia: nuestro planeta constituye un sistema complejo que se auto-organiza. Por otra parte, allí se practica lo que se predica: sus estudiantes participan en diversas actividades, desde hacer meditación en las mañanas, hasta cuidar los jardines y hortalizas, y cocinar deliciosas recetas vegetarianas.

 También podemos mencionar una de las más extraordinarias iniciativas a favor de una educación para la sustentabilidad: la Escuela Verde (Green School), en Bali, Indonesia (www.greenschool.org). Fundada por el canadiense John Hardy, la Escuela recibe a niños y jóvenes de todo el mundo y es atendida por profesores tanto de planta como visitantes de una gran diversidad de culturas y países. El curriculum desafía a sus estudiantes física, intelectual, emocional y espiritualmente, y su misión es formar una generación de ciudadanos globales que tengan los conocimientos y habilidades necesarios para promover estilos de vida sustentables. Sus espacios educativos construidos con bambú muestran una extraordinaria simbiosis entre el diseño moderno y las técnicas tradicionales. El campus, de 8 hectáreas, está completamente alimentado por energía solar. Hardy, su fundador, dice que no se parece a una escuela, pues no tiene paredes y el maestro escribe en un pizarrón de bambú. Agrega: “La Escuela Verde es un lugar para pioneros locales y globales. Es como un micro-cosmos en un mundo globalizado.»

Green School: paneles solares que proveen de energía a la escuela.
Green School: paneles solares que proveen de energía a la escuela.
Green School en Bali: el Vortex, un ingenioso sistema que consiste en un torbellino de agua.
Green School en Bali: el Vortex, un ingenioso sistema que consiste en un torbellino de agua para generar energía eléctrica.

Coda

Con este breve texto quise atraer la atención hacia una fuente inagotable de inspiración y conocimientos para la educación: la naturaleza. La educación, en todos los niveles, podría beneficiarse de innovadores procesos de enseñanza y aprendizaje en los que, además de aprender matemáticas, escritura, historia, geografía y física, niños, jóvenes y adultos aprenderían a cuidar y regenerar su entorno natural. Quizá lo más importante de esta nueva educación es que nos puede proveer una idea renovada del hombre como especie y de la civilización humana: nuestra integridad depende de la integridad de todo lo demás que nos rodea en este planeta.

Green School de Bali: teatro de sombras.
Green School de Bali: teatro de sombras.

Nota: las fotografías que acompañan este artículo son utilizadas con el amable permiso de Green School Bali, por medio de su Jefe de Comunicación, Ben Macrory.

Otra posibilidad

Si tomamos la suficiente distancia como para ver la actual crisis  planetaria desde una perspectiva más amplia, puede ser que se trate de una reacción de un mega-sistema que lucha por mantener su integridad y evitar así disiparse en el vacío: una última llamada de atención a nuestra inteligencia para dar a la cultura humana la oportunidad de dar un viraje de 180 grados. Tenemos, pues, una motivación existencial muy poderosa para hacerlo: la preservación misma de nuestra especie. Quizá sea un aviso de la Tierra, que se comporta como un ente compasivo, que nos advierte del peligro.

En reciprocidad a esta oportunidad, nuestro compromiso es hacer emerger otra sensibilidad y otra percepción, para liberar nuestra intuición y creatividad que nos permitan descifrar los códigos que el planeta ha desplegado en 4 600 millones de años de evolución. Esta podría ser la idea central de otra educación. Una educación que nos ayude a coevolucionar con el resto de las especies de la Tierra.

Pero hay otra posibilidad que podría no gustarnos, pues puede ser un duro golpe a nuestros egos: que el planeta siga su curso sin nosotros. Una desestabilización crítica del sistema, debido al calentamiento global, la pérdida de diversidad, el envenenamiento del agua y de la atmósfera, una conflagración nuclear, puede hacer desaparecer a la humanidad, junto con otras consecuencias catastróficas inimaginables.

Pero ya ha sucedido antes. Ha habido grandes cataclismos planetarios… pero siempre vuelve a florecer la vida. Por supuesto, esta vez lo podría hacer sin nosotros, lo cual abriría la posibilidad de una evolución más inteligente y una Tierra más habitable para la nueva comunidad planetaria. Nada ni nadie nos echaría de menos.

Lo que estoy tratando de decir es que nosotros necesitamos más del planeta que él de nosotros.

La necesidad de un nuevo comienzo

En los últimos 300 años, el daño ecológico, el hambre, la pobreza, la injusticia y la violencia se han expandido geométricamente por todo el mundo. La fragmentada inteligencia humana ha producido problemas y daños que no puede solucionar ni reparar. Nuestros sentidos de proporción y de propósito han corrido muy atrás de nuestras habilidades técnicas y científicas. Lo que ostentosamente denominamos “sociedad del conocimiento” está al borde del colapso, precisamente por la estrechez de su concepto de conocimiento. Las instituciones y organizaciones de hoy son obsoletas e inútiles ante la complejidad de los problemas.

Gaia 09, AGT

Si vamos a construir otro mundo, uno que sea ecológicamente sustentable y que nos sostenga espiritualmente, debemos trascender la visión de la era industrial. Hoy podemos decir, con abundancia de pruebas, que el proyecto de la modernidad ha fracasado. Reconocerlo constituiría el primer paso hacia un futuro más esperanzador. El problema es que todas nuestras vidas están montadas sobre las ideas, conceptos y mitos creados en la modernidad. He ahí la razón para hacer emerger una educación distinta, que pueda aportar las semillas de posibilidad para continuar la aventura humana.

Pero, ¿Cómo reconstruir la habitabilidad del planeta? ¿Cómo detener una civilización arrogante y centrada en sí misma? ¿Cómo parar una economía depredadora? ¿Cómo comenzar a ver las diferentes culturas como parte de una misma comunidad terrena? ¿Cómo re-imaginar y rehacer la presencia humana sobre la Tierra en formas que funcionen en el largo plazo, en un horizonte de miles o de millones de años? Estas preguntas se encuentran en el corazón de lo que Thomas Berry (1999) llamó “el Gran Trabajo”. Ese gran trabajo no es otra cosa que el esfuerzo para armonizar la aventura humana con el resto de la comunidad del planeta Tierra.

Gaia 21, AGT

Necesitamos conservar lo mejor de la civilización humana con una perspectiva mucho más amplia de nuestro lugar en el cosmos. Esa filosofía será la que nos conecte con la vida, con nosotros mismos, y con las generaciones por venir. Los fundamentos de una sabiduría capaz de articular la cultura con la naturaleza se encuentran en los 4,600 millones de años de evolución terrestre. Esta historia nos provee el registro de pautas y estrategias de vida en toda su variedad desplegada en una eflorescencia de creatividad biológica (Orr, 2004b).

La gran presunción fallida del mundo moderno ha sido la creencia de que los humanos estamos exentos de las leyes que gobiernan el resto de la creación, y que la naturaleza es una materia que debe ser subordinada y amoldada a nuestros deseos. Por el contrario, debemos reeducar las intenciones humanas con un conocimiento de nuestro planeta, de nuestra casa, para lograr una armonía que no cause daño ni a los humanos ni a las demás especies ni a su hábitat. Se trata de rehacer nuestra presencia en el mundo de manera que se honre la vida y se proteja la dignidad humana.

Gaia 14, AGT

Es necesario un nuevo comienzo. No tenemos mucho tiempo, como nos lo hacen saber científicos comprometidos con la unidad planetaria, como James Lovelock (2009) en su último libro, La evanescente cara de Gaia. Una advertencia final. En este sentido, quizá el descubrimiento más importante de las últimas décadas es que los humanos somos parte de un experimento muy frágil, vulnerable a eventos fortuitos, al mal juicio, a la miopía, a la avaricia y al rencor. Aunque estamos divididos por naciones, etnias, religiones, lenguaje, cultura y política, somos co-participantes de una empresa que se extiende hacia el pasado mucho más allá de nuestra memoria, pero hacia el futuro no más allá de nuestra habilidad para reconocer que somos simples miembros y ciudadanos de una gran comunidad (Orr, 2005).

Referencias

Berry, Thomas. (1999). The Great Work. Nueva York: Bell Tower.

Lovelock, James. (2009). The vanishing face of Gaia. A final warning. Nueva York: Basic Books.

Orr, David W. (2004). The Nature of Design. Ecology, culture and human intention. Nueva York: Oxford University Press.

Orr, David W. (2005). “Foreword”. En Michael  K. Stone y Zenobia Barlow (ed.) Ecological Literacy. Educating our children for a sustainable world. San Francisco: Sierra Club Books. Pp. ix-xi.

Comida lenta, promesa de un renacimiento de la vida regional

A la economía le debemos dos conceptos extraordinarios: escasez y pobreza. La abundancia de nuestro planeta (trabajo paciente de la naturaleza por más de 4 mil millones de años) fue desmantelada (monocultivos, absurdos métodos de producción, destrucción de relaciones ecológicas y ciclos) en unos cuantos siglos y convertida en un redondo negocio alimentario a escala mundial. Hoy, un puñado de corporaciones controla cultivos, investigación genética, tecnologías para trabajo mecanizado, fertilizantes químicos y pesticidas, biocombustibles, redes de distribución, cadenas de fast food, etc.

No se trata sólo de un daño ecológico de dimensiones planetarias, sino también de la pérdida de autonomía de comunidades y regiones de todo el mundo, a partir de uno de los fundamentos más importantes de la cultura: la alimentación. Alrededor de la comida se construyen fuertes relaciones comunitarias y familiares, así como con la tierra, y los ciclos naturales. La comida industrializada, en cambio, ha trastocado las pautas, ritmos y costumbres de las sociedades y nos ha alineado con una vida cronometrada y dedicada a la eficiencia (sea lo que signifique). La comida rápida es el epítome de esta cultura.

Este es el mundo de la producción masiva, en el que se están olvidando valiosos conocimientos y habilidades para cultivar y cuidar la tierra, donde también está desapareciendo el arte de cocinar y de compartir la comida, de conversar, de hacer pausa. Pensemos un momento sobre esto: hemos perdido el control de las fuentes de los alimentos. No se requiere de una reflexión profunda para darnos cuenta de todo lo que está en juego. Todo por la “conveniencia” de ir al supermercado y comprarlo todo ya empacado y listo (o casi) para comer. El problema es que toda esa comida, para llegar a nuestra mesa, tiene que recorrer cientos o miles de kilómetros, engullendo enormes cantidades de energía de combustibles fósiles, uno de los factores más importantes del calentamiento global.

Pero hay quienes han reaccionado a esta absurda economía y manera de vivir la vida. Por ejemplo, en 1986 se abrió un McDonald’s en el centro histórico de Roma. La gente reaccionó en contra de tal atentado y varios periodistas organizaron una comida al aire libre. Esta iniciativa culminó con la creación del movimiento Slow Food (comida lenta), encabezado por el periodista piamontés Carlo Petrini. Hoy, este movimiento alcanza a más de 100 países y entre sus principios se encuentran: desarrollo de las culturas gastronómicas regionales; la preservación de la biodiversidad; la elaboración artesanal (no industrial) de los alimentos; la difusión de prácticas orgánicas de cultivo; la recuperación del arte de conversar sobre la mesa.

Se siguen sumando esfuerzos por todas partes para recuperar local y regionalmente el poder de la alimentación. Se han creado centros en los que se difunden conocimientos sobre permacultura, la conversión de huertos, jardines y bosques en áreas para el cultivo de alimentos. Todo cuidando las relaciones ecológicas. Asimismo, hay iniciativas en las que se promueve que los alimentos no viajen más un cierto número de kilómetros (ahorra energía y evita el uso de conservadores). Hay escuelas en donde los niños producen sus propios alimentos, como parte de un curriculum que incluye el cuidado de la naturaleza y el aprendizaje de los principios de la vida. En fin, hay una creciente red de movimientos que, aunque son aún minoría en un mundo mercantilizado, están sentando las pautas para fortalecer las regiones y establecer nuevas y sanas relaciones entre la cultura y la naturaleza.

Aquí hay algo sobre qué pensar cuando nos estemos comiendo una rica hamburguesa, acompañada de una deliciosa bebida de cola. Slurp!

Fuentes de inspiración:

Honoré, Carl. (2005). Elogio de la Lentitud. Un movimiento mundial que desafía el culto a la velocidad. Barcelona: RBA Libros.

Kumar, Satish. (2010). Earth Pilgrim. Totnes: Green Books.

Pils, Ingebord y Stefan Palmer. (2010). Italia de mis sabores. Bath: Parragon Books.

En busca de una nueva era geológica

Hace cinco siglos, siguiendo los grandes viajes de descubrimiento (y de conquista), comenzó una nueva etapa histórica que significó un insólito incremento sin paralelo de las comunicaciones y el flujo de habitantes entre todos los rincones del mundo. Al mismo tiempo, gracias a Copérnico y sus seguidores, los intelectuales europeos comenzaron a aceptar la idea de que la Tierra, junto con otros cuerpos celestes, es un planeta (Kelly, 2010). La palabra planeta, por cierto, viene del griego planeté que quiere decir “errante”. Fue entonces cuando comenzó la era planetaria (Morin y Kern, 1993). El intercambio entre continentes fue material (oro, plata), biológico (plantas, animales, virus), tecnológico (instrumentos, armas), pero sobre todo cultural (ideas, religiones, modos de vida). El proceso, obviamente, fue desigual, como corolario inevitable de la dominación colonial por parte de los países europeos.

Esta red de relaciones y comunicación a escala global condujo a una creciente interdependencia económica y cultural. Hoy constituye un tejido humano sumamente complejo que, aunque es mucho más delgado que la atmósfera o el resto de la biosfera, ejerce una enorme influencia sobre el resto del sistema. No obstante, esta capa humana, que podríamos llamar antroposfera, es muy débil y propensa a romperse. Esta debilidad no proviene de los materiales con que está constituida (de hecho son los mismos con los que está hecho el resto del universo), sino de su organización y de los principios que guían esa organización.

La organización humana no sólo constituye hoy una seria amenaza para ella misma, sino para el resto del planeta. A tal punto que está provocando el fin de todo un periodo geológico y el comienzo de otro. Nuestras acciones están dando fin a la era Cenozoica, la cual duró los últimos 65 millones de años (Kelly, 2010). En griego significa “animales nuevos”. Paradójicamente, hoy estamos presenciando la sexta extinción masiva de especies, la cual se ha acelerado durante las últimas décadas. La reducción de la biodiversidad ha llegado a un grado tal que hemos comprometido la viabilidad de todo el sistema biosférico. Nos guste o no, estamos al borde del fin de una civilización dominada por la economía y el complejo tecno-industrial, basada en nuestra obsesión por la posesión.

La cuestión ahora es ¿cómo podríamos llamar la nueva era geológica que estamos a punto de inaugurar? La comunidad científica internacional ha debatido este asunto y ha propuesto que se llame Antropoceno, en reconocimiento de que los humanos constituimos la principal fuerza de cambio del planeta. Thomas Berry, por el contrario, ha sugerido el término Era Ecozoica para describir, esperanzadoramente, una era en la que finalmente el hombre reconozca la importancia de restituir la ecología planetaria. Morin (2008), en este sentido, habla de un “año cero de la era ecológica”.

Desde mi punto de vista, me parece poco afortunado llamar Antropoceno a la nueva era. No sólo reflejaría nuestra arrogancia como especie, y nuestro autismo dentro de una comunidad planetaria, sino que aludiría a la continuación de una tendencia suicida y estúpida. Yo propondría, en cambio, una era que reconociera la unidad sistémica de nuestro planeta, así como la interdependencia entre todo lo vivo y lo no vivo para constituir una inteligencia emergente y superior: la biosfera. En consecuencia, mi apuesta es a una Era Biosférica.

Referencias

Berry, Thomas. (1999). The Great Work. Nueva York: Bell Tower.

Kelly, Sean M. (2010). Coming Home. The birth and transformation of the planetary era. Great Barrington (MA): Lindisfarne Books.

Morin, Edgar. (2008). El año 1 de la era ecológica. Barcelona: Paidós.

Morin, Edgar y Ann Brigitte Kern. (1993) Tierra Patria. Barcelona: Editorial Kairós.