Rendezvous en París XI (Museo de Quai Branly)

Como comenté en una entrada anterior, uno de los descubrimientos más conmovedores en París fue el Museo del Muelle de Branly (Musée du Quai Branly). Aquí se encuentra una  vasta colección del arte de las culturas tradicionales de todo el mundo en un ambiente realmente sobrecogedor. Más de 300,000 muestras ocupan sus numerosas salas y serpenteantes pasillos.

Una de las fachadas del Museo Quai Branly.

Si bien el Museo tiene especial énfasis en las culturas asiáticas, africanas y de Oceanía, igualmente se pueden admirar obras de América Latina y los pueblos indígenas de Norteamérica. El edificio, diseñado por Jean Nouvel, es en sí ya un motivo para visitarlo, con sus formas curvas e irregulares y su increíble integración a los enormes jardínes que lo rodean.

Esculturas en madera.

El ingenioso empleo del cristal incorpora de manera creativa el entorno como telón de fondo a las exposiciones. El interior, compuesto de diversos niveles irregulares y pasillos, permite al expectador elegir la secuencia y ruta que quiera. No hay un orden impuesto por la arquitectura, sino que hay una libertad que tiende a crear orden dentro de un caos aparente.

Espíritu volador.
Tambores africanos.
Esculturas en cerámica.

El Museo de Quai Branly no sólo cuenta con espacios para las exposiciones, sino también con una mediateca, diversos nichos donde se pueden ver videos y escuchar grabaciones de música, salas de espectáculos, conferencias y proyecciones, áreas para actividades culturales, educativas y de investigación. No menos importante es su extraordinaria colección de instrumentos musicales.

Canoa.

París no es sólo el Museo del Louvre. La ciudad ofrece una cantidad y variedad inimaginable de museos. Algunos son pequeños y engañosamente modestos. Unos están en las principales avenidas, mientras que otros se encuentran en pequeñas calles, como si quisieran evitar la vista de los turistas. El Museo del Muelle de Branly es uno de esos lugares que hay que visitar. El visitante no va a encontrar las obras de artistas famosos, como Monet, Picasso o Dalí. Va a descubrir, en cambio, las extraordinarias obras de artistas anónimos cuyas culturas hemos tenido por «subdesarrolladas» por mucho tiempo. Este museo nos hace preguntar si dichas culturas no son los últimos vestigios de la cordura humana.

Rendezvous en París X (Allez enfants de la Patrie…)

Nuestro vuelo llega a París a las tres de la tarde del 14 de julio. Por esta razón no pudimos ir al desfile del Día de la Bastilla que se celebra en la Avenida de los Campos Elíseos. No es que me gusten los desfiles (de hecho los evito a toda costa), pero me atraía la idea de tomar fotos interesantes de las fuerzas armadas, del presidente Charles de Gaulle… perdón, Nicolas Sarkozy (con todo y Carla Bruni)… ah y los aviones caza que pasan volando a ras de suelo (es un decir), dejando sus estelas azules blancas y rojas.

Apenas terminamos de instalarnos en nuestro hotel (a unos 678 metros con 36 centímetros de la Torre Eiffel), nos dirigimos al Campo Marte, donde tradicionalmente se junta la gente a comer, beber, conversar y esperar la noche y junto con ella los fuegos artificiales que se lanzan desde Trocadero. Alrededor de las cinco de la tarde el Campo Marte estaba a reventar, pues se celebraba un festival de música por la igualdad, en el que desfilaron un gran número de artistas franceses (de los cuales sólo pude identificar a uno).

Mi instinto me dice que los fuegos artificiales se podrán ver y disfrutar mejor del otro lado del Sena, es decir, en Trocadero. Asi que nos dirigimos al puente d’Iéna para cruzar el río: imposible, hay una inexpugnable barrera metálica y un fuerte resguardo de policía y ejército. Nos dirigimos río arriba por el muelle Branly y el siguiente puente está igualmente cerrado al paso. El mismo instinto mencionado líneas arriba me dice que tendríamos que caminar mucho antes de poder cruzar. Desistimos. Pero quizá el destino quiso que hiciéramos uno de los descubrimientos más sensacionales del viaje: el Museo del Muelle Branly (Musée du Quai Branly). Por supuesto, estaba cerrado. Pero la sola fachada del edificio, rodeado de altos muros de cristal y un increíble jardín, nos hizo decidir regresar, alterando nuestros cuidadosos planes trazados semanas antes.

Cartel en el Museo del Muelle Branly

En nuestro camino de vuelta al Campo Marte, nos topamos con un jardín vertical en un edificio de tres niveles. Seguramente este jardín se conecta con un «techo verde». Me da gusto ver por todas partes este tipo de respuestas a la actual crisis ambiental, aunque sean pequeñísimos granos de arena. Sabemos que no es suficiente y que lo más difícil está aún pendiente: cambiar nuestros patrones de consumo y de conducta. Algo que representa un giro radical de nuestra cultura depredadora.

Jardín vertical en el muelle Branly

Regresamos al Campo Marte. Está mucho más lleno. ¿De dónde sale tanta gente? Apenas se puede caminar sin tropezar con algún ciudadano francés. Navegamos entre las multitudes hacia lo que se conoce el Pabellón de la Paz, que es, como su nombre lo indica, un lugar dedicado a la paz: un monumento de Jean-Michel Wilmotte en el que se puede ver la palabra «paz» escrita un muchos idiomas sobre una superficie de plexiglás transparente. Después de varias horas de espera, incursiones fotográficas, tentempiés y derivas, dan las 11 de la noche y comienza el impresionante espectáculo de fuegos artificiales. Ha valido la pena. Una hora de música y luces. A medianoche emprendemos la retirada, junto con varios miles de personas. Con tanta emoción el apetito hace su presencia. Habrá que hacer una escala técnica antes de llegar al hotel.

Pabellón de la Paz, en el Campo Marte.
Fuegos artificiales sobre la Torre Eiffel.

Rendezvous en París IX (encuentro con Cartier-Bresson)

La Rue Mouffetard es una importante vía desde tiempos romanos, cuando unía Lutecia (antiguo nombre de París) con Roma. Hoy, es una zona muy conocida y visitada por sus mercados al aire libre, especialmente los de la Place Maubert, Place Monge y la Rue Daubenton, una bocacalle donde se organiza un alegre mercado africano. Las tiendas de los pequeños comerciantes conservan celosamente sus rótulos, muy antiguos y a veces pintorescos. Allí nos dirigimos la tarde del domingo, después de haber pasado la mañana en el Jardín de Plantas.

Arriba y abajo: la Rue Mouffetard. Por supuesto, puede dar click en las fotografías (tratadas con la técnica HDR) para ver los detalles por medio de la lente de aumento.

La tarde era lluviosa, pero era una lluvia intermitente y ligera. Las condiciones ideales para tomar fotografías interesantes en las que se mostraran los claroscuros de las nubes. Mientras Tere visitaba cada una de las tiendas (literalmente), yo buscaba ángulos donde emplazar la mirada. Fue en uno de esos momentos de ver la realidad a través de la lente que me vino a la mente una fotografía de Henry Cartier-Bresson (1908-2004) cuyo título es, precisamente, «Rue Mouffetard». En ella se muestra a un niño que caminaba por esa calle con un par de botellas de vino. Su cara y su mirada mostraban no sólo alegría, sino también un aire de satisfacción y orgullo.

¿Posando para la cámara? ¿Feliz de ir a casa a disfrutar una comida acompañada por el vino que lleva en sus brazos? ¿Cómo saberlo? No importa: con ver ese rostro es más que suficiente. Cartier-Bresson dijo lo siguiente sobre el arte de la fotografía:

El aparato fotográfico es para mi un cuaderno de croquis, el instrumento de la intuición y de la espontaneidad, el maestro del instante que, en términos visuales, cuestiona y decide al mismo tiempo. Para significar el mundo, es preciso sentirse implicado con lo que se recorta a través del visor. Esta actitud exige concentración, sensibilidad, un sentido de la geometría. Es a través de una economía de medios y sobre todo el olvido de uno mismo como se llega a la simplicidad de la expresión

Rendezvous en París VIII (Edgar Morin y Le Marais)

Entre los objetivos del viaje a París estaba visitar a Edgar Morin y entregarle en propia mano un libro que publicamos cinco compañeras universitarias y yo: Una educación emergente para la era planetaria (2010, Arana Editores). Edgar Morin (París, 1921) es uno de los pensadores contemporáneos más influyentes, autor de una impresionante obra que incluye la serie de libros conocida como El Método. Su preocupación ha sido cómo religar los saberes humanos que hoy se encuentran fragmentados en disciplinas, especializaciones y profesiones. Así que dentro de los planes estaba ir al número 7 de la Rue St. Claude, en el corazón del barrio Le Marais.

Este barrio era antes una zona pantanosa, como lo indica su nombre (marais significa “ciénaga”) y adquirió importancia debido a su cercanía al Louvre, que era la residencia predilecta de Carlos V.  Alcanzó su apogeo durante el siglo XVII, cuando se convirtió en el lugar de moda de las clases adineradas y donde construyeron grandes mansiones, denominadas hôtels. Ahora, muchas de esas casas han sido restauradas y convertidas en museos. Recobró vida el barrio debido a una ambiciosa restauración y hoy es una de las áreas más elegantes, poblada por boutiques, galerías y animados restaurantes. Si bien las rentas se han elevado enormemente en Le Marais, han permanecido muchos artesanos, panaderos y pequeños cafés, así como una mezcla étnica de judíos y antiguos inmigrantes de diversas culturas.

Cuando llegué al portón de la casa de Edgar Morin me di cuenta que se trataba de un edificio de departamentos. ¿Qué timbre tocar cuando en el tablero había cerca de 30 botones? “Disculpe usted, ¿vive allí Edgar Morin?”, practicaba yo mentalmente mientras me hacía a la idea de molestar a medio mundo en el edificio. Estaba en ese ejercicio mental cuando, afortunadamente, llegó uno de los inquilinos, a quien abordé inmediatamente para preguntarle en qué departamento vivía Morin. “Él ya no vive aquí desde hace tres meses”, me contestó. Mientras me reponía de la noticia, me invitó amablemente a pasar para preguntarle al portero si sabía su nuevo domicilio. No, no había dejado su nueva dirección. Dejé el edificio con sensación de misión no cumplida pero, sobre todo, con las ganas de saludar, de abrazar, a un amigo.

Dediqué un par de horas a recorrer el barrio, sobre todo su hermosa plaza Les Vosges, considerada como la más bella de París. Visité el Museo Carnavalet y dejé para el final lo que sería el remate perfecto: el Museo Picasso. Frustración. En remodelación. Quizá para el 2012 tenga la oportunidad de recorrerlo. Es hora de comer, verbo que en francés se conjuga con vino.

Rendezvous en París VII (Montmartre)

La Butte, como le llaman los parisinos a Montmartre, es una colina que destaca sobre la geografía más o menos plana de París. Es uno de los lugares más pintorescos (nótese lo original del adjetivo) y lleno de contrastes de la ciudad. Se puede subir en funicular, pero es mucho mejor hacerlo por alguna de las laberínticas callejuelas que llevan a la cima (hay que advertir que lo mismo sirven para bajar), coronada por la impresionante basílica del Sagrado Corazón (Sacré-Coeur).

Montmartre y el arte son inseparables, pues desde el siglo XIX este barrio fue el centro de pintores, escritores y poetas, quienes, después de pintar o escribir se iban a divertir a los cabarés, revistas y otros locales de espectáculos, incluyendo casas de mala nota. Por algún tiempo, Montmartre se ganó la reputación de lugar de depravación. Por desgracia ya no lo es más. Uno de los lugares que atrae más a la gente es la antigua plaza del pueblo, la Place du Tertre, donde se concentra un buen número de retratistas. Fue aquí donde en 1956 Salvador Dalí pintó su famoso Don Quijote con un cuerno de rinoceronte, ante los ojos atónitos de los turistas.

La basílica del Sagrado Corazón es una de las pocas iglesias construidas con bloques de piedra blanca, lo que la hace destacar desde lejos. Se construyó entre 1876 y 1914. Su arquitecto, Paul Abadie, se inspiró en las antiguas iglesias románicas. En el campanario (83 metros de altura) se encuentra alojada la campana Savoyarde, una de las más grandes del mundo, con sus 19 toneladas de peso. La cúpula central es el lugar más alto de París, después de la Torre Eiffel.

Este barrio está lleno de pequeñas tiendas, restaurantes, creperías, galerías de arte y locales donde se puede escuchar música y beber. Es una verdadera mina para los fotógrafos, con sus minúsculas plazas, calles sinuosas, terrazas con vistas impresionantes de París, largas escalinatas y el famoso viñedo, donde se lleva a cabo la vendimia a principios de otoño en un ambiente de jolgorio. Es el lugar perfecto para perderse, para caminar por instrumentos, sin mapa y sin guía turística.

Con tanta caminata, con tanto subir a bajar, el hambre hace acto de presencia. Es hora de hacer un alto para disfrutar un entrecot que, como su nombre lo indica claramente, significa «entre las costillas». Una cerveza para acompañar la carne… o un vinillo tinto. Aunque no estaría mal comenzar por una clásica sopa de cebolla. Lo bueno es que el regreso es de pura bajada.

Rendezvous en París VI (un museo de plantas)

No todos los museos son de arte. En París, el Jardín de las Plantas (Jardin des Plantes) es considerado un museo en el estricto sentido de la palabra. Es una institución que mantiene colecciones de plantas vivas documentadas con la investigación científica, la conservación, la difusión del conocimiento y la exposición abierta al público. La construyó Luis XIII en 1635, y comenzó como un jardín de plantas medicinales. Hoy, está formado por diversos jardines, invernaderos, la Casa de los Animales (Menagerie), la Escuela de Botánica, la Gran Galería de la Evolución, Galerías de Paleontología y Anatomía Comparada, un laberinto con un mirador en el centro, auditorio, salas de exposición… ah, y, lo imprescindible, un excelente restaurante: La Ballena (La Baleine).

A los 32 años, Georges Louis Leclerc, conde de Buffon (1707-1788), se convirtió en conservador del Jardin des Plantes en una época en que la historia natural alimentaba el pensamiento de la época. Buffon fue el cerebro de la reorganización del Jardín y lo elevó a un nivel preeminente en el ámbito científico. En 1752, fue elegido miembro de la Academia Francesa a raíz de sus trabajos: Historia Natural y Las Épocas de la Naturaleza. Los Jardines están asociados a los trabajos científicos de Jean-Baptiste Lamarck, el genio que puso de cabeza al mundo con su teoría de la evolución.

En este jardín aprendí que hay hoteles para abejas, como el que se muestra  en la foto de abajo. Junto a él, hay un letrero que dice»¡Bienvenidas todas las abejas a este hotel!» Supongo que sólo podrán leer este aviso las abejas que hablan francés.

También aprendí que hay árboles que crecen hacia los lados, más que hacia arriba, formando una especie de cueva a la que hay que entrar agachándose. Una vez adentro, se descubre un lugar que  a cualquier niño le parecería maravilloso: el refugio ideal para aislarse del mundo, incluyendo de los padres y de las sopas de fideo.

Cuando viajo, me gusta tomar nota de los pequeños detalles que hacen que los lugares sean lo que son. Cuando uno está en París, no importa hacia dónde se mire, allí habrá algo donde estacionar la mirada por un buen rato. Esta vez, no fue un objeto de hace dos o tres siglos, sino un elemento moderno: las bancas situadas a lo largo de las calzadas del Jardín. No sólo son bellas y simples: ¡son extraordinariamente cómodas! Creo que resumen el propósito del buen diseño. Nótese que son de una sola pieza: ni un tornillo, ni una tuerca.

También hay que estar preparado para lo inesperado, desde lo más pequeño, como un «insecto palo», de apenas unos cuantos milímetros, hasta un estegosaurio con mirada de malas intenciones. Parece acecharme. Pero también parece asecharme. ¿Conocerá la diferencia entre ambos verbos? ¿Será su hora de almuerzo?

La mañana se ha ido demasiado rápido en el Jardin des Plantes. Más de 400 fotografías para ayudar a la memoria. Increíble que un lugar como éste se encuentre en medio de Paris, con sus enormes reservas de especies. Un lugar donde se forman botánicos de primera línea y jardineros movidos por el amor a la vida. Hay que regresar. Algún día. Por ahora hay que enfilarse hacia la calle Mouffetard, a unas cuantas cuadras. Dicen que allí se puede comer muy bien. Habrá que ver, pues uno no puede confiar de los dichos de la gente.

Rendezvous en París V (la catedral en medio de las aguas)

La visita a la catedral de Notre-Dame (1163) es una de las muchas visitas  obligadas de los turistas en París. Estoy conciente que escribí “obligadas” y “turistas”. Con esto queda claro que es una especie de trámite para la mayoría de los visitantes que van a sacarse la foto frente a la fachada principal, o junto a una de esas (literalmente) monstruosas gárgolas que adornan y sirven de goteras en los techos del edificio. Pero también estoy seguro de que no pocos de quienes van a cumplir con ese protocolo llegan a sentir algo especial cuando se encuentran bajo la influencia de esta imponente iglesia medieval. Y no es difícil. Es cuestión de ponerse en otra modalidad: desacelerar, hacer una pausa, poner atención, hacer a un lado la guía verde de Michelin, y dejarse llevar por la percepción y los sentidos. Un esfuerzo nada del otro mundo, pero que se nos dificulta tanto en esta era inundada de Blackberries y otros instrumentos nómadas de trabajo y “productividad”.

Si estamos frente a Notre-Dame, o debajo de ella, nos encontramos justo en el corazón de París. En esta pequeña isla, la Isla de la Cité, nació París, hace unos 2 mil 260 años (ignoro la hora). Todo comenzó con el asentamiento de un grupo de pescadores galos de la tribu de los Parisi. Es el nacimiento de Lutecia, nombre celta que significa “casas en medio del agua”. Y aquí estoy, en esta magnífica catedral en medio del agua, dejándome llevar por los sentidos (y una que otra distracción que se cruza por mi campo visual). Esta vez son las puertas, las tres impresionantes puertas de la fachada principal. Hay que verlas de lejos, en conjunto. Pero también de cerca. De muy cerca. Casi tocarlas y sentir sus detalles. Cerrar los ojos. Son un agasajo.

Voy con mi Nikon D7000 y su lente original de 18-105 mm. Desde donde estoy parado, no puedo abarcar toda la fachada de Notre-Dame en una sola toma, pues necesitaría un gran angular muy abierto, quizá un “ojo de pescado”. Así que tomo tres fotos: la base, la parte media y la parte superior del edificio. Procuro mantener el mismo eje vertical para que después pueda unir las tres fotos (mediante un programa especial) y se vea como una sola. De esta manera mato dos pájaros con tres disparos (sé que la frase no suena muy afortunada). Por una parte, tener toda la fachada a una distancia razonable. Por otra, contar con una fotografía que muestre las tres puertas principales y con una resolución que permita al espectador apreciar los detalles mediante un “click” con el ratón.

Los tres pórticos son desiguales. Si se miran con cuidado, se puede advertir que la puerta del centro es más alta y más ancha que las otras dos. En la Edad Media, este era un truco muy efectivo para evitar la monotonía de las grandes superficies. Pero, repito, hay que tener la calma y la atención para descubrir estos detalles. De hecho, la intención con estos pórticos era muy interesante: los fieles que no sabían leer podían aprender la historia sagrada admirando y “leyendo” las estatuas y bajorrelieves allí expuestos. El pórtico de la izquierda está dedicado a la Virgen María, el del centro al Juicio Final (tema omnipresente para infundir el miedo entre los pecadores potenciales… o sea todos), y el de la derecha a Santa Ana (abuela de Jesús).

Con tanta cultura e historia da mucha hambre y mucha sed. Es necesario recargar las baterías. Lo maravilloso de París es que por todas partes hay restaurantes y brasseries. Una buena panadería (boulangerie) nos quedaría también muy bien: un baguette con una combinación de jamón y quesos. Y un vinillo, para no cerrar en falso (que es lo peor que podría suceder en estos casos).

Nota: Las fotografías (derechos reservados) fueron procesadas mediante la técnica de HDR (high dynamic range), con el fin de obtener el mayor rango posible de contraste en luces y sombras. Los invito a verlas con detenimiento, dando click en ellas y utilizando el instrumento de aumento.

Rendezvous en París IV (Non Mechaberis)

A veces los pequeños detalles, infringiendo las leyes de la física clásica y relativista, deforman más el espacio-tiempo que el resto de los objetos masivos que los rodean. ¿Por qué lo digo? Miren. La Madeleine es una de esas iglesias extrañas que hacen que uno piense que se equivocó de ciudad. ¿Un descomunal templo griego en medio de París? Cincuenta y dos grandes columnas corintias de 20 metros de altura rodean el edificio. Sobre la fachada principal se alza el enorme frontón que representa el inquietante tema del juicio final.

Pero no es lo monumental lo que atrapa mis sentidos, sino un detalle de la puerta principal de la iglesia, pródigamente decorada con diez bajorrelieves. Tampoco es el bajorrelieve que describe al Rey David junto a Betsabé y la cuna de su hijo muerto. Es la inscripción que se encuentra justo debajo de la imagen. La frase dice: “Non Mechaberis”. Como el latín no es mi fuerte (como tampoco el Arameo o el Inuit), desconozco su significado. El instinto me dice que hay aquí algo profundo. Una señal, una advertencia que me evitará partipar en la escenita que anuncia el frontón de la iglesia.

Hago una búsqueda en Internet (ya se sabe que lo que no está en Internet no existe) y encuentro el libro que sin duda desvelará el misterio: Praeceptorium divinae legis, de Gotschalcus Hollen, escrito en 1484. Sí, allí está todo. Es clarísimo que es justo lo que buscaba. El problema es que no entiendo nada, pues, como ya quedó asentado más arriba, mi latín de la prepa no me alcanza para descifrar un texto de tal complejidad.

Sigo buscando en la red hasta que me topo con «Amantes, barraganas, compañeras, concubinas clericales” donde leo el siguiente pasaje:

«Del sesto mandamiento. El sesto mandamiento de la Ley es “non mechaberis”. Acerca de aqueste pregunta si dormió con alguna muger, tirando la suya, o si trató deshonestamente o besó a alguna, para cometer pecado con ella, si pudiera».

Sólo esto me  faltaba. Un texto en español antiguo. ¿Qué es eso de «sesto», «aqueste», «muger»? Imposible descifrar la advertencia que mi fiel instinto me dice se encuentra encriptada debajo de un bajorrelieve de la puerta principal de La Madeleine. Para olvidar el asunto, decido dirigirme a la brasserie más cercana a disfrutar una Stella Artois bien fría (¿quién dijo que debía ser una cerveza francesa?). Me quedo viendo la copa. Qué extraño. La fecha de la fundación de la cervecería belga es 1366. Parece ser una nueva pista…

Rendezvous en París III (lirios acuáticos en el naranjal)

Recuerdo que hace unos seis años tomé una fotografía de la Mona Lisa o Gioconda, de Leonardo da Vinci. Había que cumplir el ritual, el mismo que hacen los 8 millones 400 mil personas (dato del propio museo) que anualmente visitan el Louvre. Pero no fue la foto habitual. Entre el cuadro y mi cámara se interponían unos veinte turistas, así que decidí capturar la imagen de la misteriosa sonrisa a través de las pantallas de las cámaras digitales. Creo que la foto expresa algo interesante: la masificación del consumo cultural (válgase la expresión que me inventé al bote-pronto). No hay tiempo, ni interés, para la observación detenida y cuidadosa de una pintura, para que los sentidos se sumerjan en las sutilezas de los colores, los trazos, las luces y sombras. Lo que importa es el click que demuestra que estuvimos allí.

Durante siete años, de 1999 a 2006, estuvo cerrado al público, debido a obras de remodelación (hay quienes se toman en serio las remodelaciones). Siete interminables años durante los cuales las obras del museo de l’Orangerie estuvieron en las tinieblas. Ya de por sí la colección Walter-Guillaume es un agasajo para los sentidos, con obras de Picasso, Modigliani, Cézanne y Renoir, entre otros. Pero el plato fuerte, desde mi perspectiva, es el conjunto de estudios con dimensiones de mural que Claude Monet (1840-1926) pintó en los jardines de su casa en Giverny: Nymphéas (Nenúfares o Ninfeas). Los tardíos paisajes de ninfeas han de entenderse como síntesis de las sensaciones que se alimenta tanto de la observación exacta como del recuerdo (Monet, en sus últimos años, vio drásticamente disminuida su visión debido a las cataratas).

Como el lector seguramente sospecha, la palabra orangerie tiene que ver con naranjas. Es el nombre que se les da a los jardines con arcadas, bajo las cuales se plantan árboles de naranjas para protegerlos del intenso frío de invierno. La orangerie del palacio del Louvre (situado en los Jardines de las Tullerías) es quizá la más conocida. Se edificó en 1852 y al paso del tiempo tuvo muchos usos, incluyendo el de bodega, hasta que finalmente se convirtió  en uno de los museos más importantes de París, justo a unos cuantos metros del Louvre. La obra culminante de Monet se expone en este lugar desde que se presentó al público en 1927, un año después de su muerte. Los lirios acuáticos fueron su pasión en sus años postreros: pintó más de 250 pinturas en los que parece revelar cada sutileza posible.

Así que, finalmente, mi encuentro con Monet en l’Orangerie se lleva a cabo en las dos salas ovaladas cuyos curvados muros proporcionan la perspectiva exacta para observarlos casi desde cualquier punto. Reina un silencio como si estuviéramos en una iglesia. Apenas nos atrevemos a susurrar, como si con nuestras voces fuéramos a perturbar las suaves ondas del estanque de Giverny. Estar rodeado por Nymphéas es una experiencia que pocas veces se puede experimentar en el arte: es como si, por unos instantes tuviéramos la capacidad de ver a través de los ojos de Claude Monet.

Sí, estuve allí y tomé fotografías. Muchas. Pero lo más importante queda en la memoria del espectador y, más importante aún, en una renovada mirada que nos hace (re) descubrir que la vida vale la pena.

 

Rendezvous en París II (los libros de viaje)

¿Por dónde comenzar? El sentido común dicta que por el principio. Pero, ¿cuál es el principio? Si se piensa un poco, se puede constatar que no hay una respuesta obvia a esta interrogante. La idea original era escribir en París todos los días. Tener cierto orden, al menos cronológico. Llegar al hotel por la noche y sentarme frente a la computadora y relatar sobre los avatares más sobresalientes del día. No way. Escribir después de la medianoche, tras haber caminado kilómetros de avenidas, parques, jardines, museos, barrios y callejuelas (incluye brasseries, boulangeries, bistros y patisseries), no es precisamente lo más atractivo en un viaje que se presume de placer (y de adquisición de cierta cultura). Llegué a la conclusión que esperaría llegar a casa para ponerme al corriente.

Así que aquí estoy en mi estudio, todavía con algunos efectos del jetlag que han alterado mis horarios de sueño y vigilia. Ya quedó claro algo que no hice durante el viaje: escribir diariamente en mi blog. Pero hay otra cosa que tampoco hice y que era parte de los planes: leer. Me llevé dos libros: Leer la mente. El cerebro y el arte de la ficción, de Jorge Volpi, y Gaia in turmoil. Climate change, biodepletion, and Earth Ethics in an Age of Crisis, de varios autores. En el primero, Volpi sostiene la idea de que la ficción (los cuentos, las novelas) no es una invención humana sin propósito utilitario y sólo con fines de entretenimiento, sino que, por el contrario, es un aspecto esencial para la evolución humana. Sólo leí los dos primeros capítulos. El segundo libro es un conjunto de textos escritos por científicos sobre el estado de crisis ambiental de nuestro planeta Tierra y algunas alternativas. Bueno, sólo fue a pasear como peso muerto en mi maleta.

Además, cuando visité el museo quai Branly (ya escribiré sobre esta maravilla), compré un libro en francés: La Sagesse du Jardinier (La sabiduría del Jardinero), de Gilles Clement. Me llamó la atención el texto de la contraportada: “Todas las instancias, todos los dirigentes, todos los ciudadanos son concientes de lo absurdo del modo de vivir que entraña la economía de mercado. El proyecto humano, conciente o inconciente, se define en unas cuantas palabras: morir en la riqueza.” Nota: cualquier error de mi traducción corre por cuenta del lector. En vista de que mi vocabulario en francés es elemental, de turista despistado, me las tendré que arreglar con un buen diccionario. Hay muchas probabilidades de que el libro que lea no sea el mismo que escribió Monsieur Clement.