Alfredo Gutiérrez falleció en agosto de 2008. Él sabía, desde tiempo atrás, que sobrevendría ese desenlace. Su espíritu y su buen sentido del humor siempre prevalecieron ante lo inminente. En una ocasión lo invité a dar un seminario a la Universidad Veracruzana y su respuesta fue: «Mira mano, en estos momentos mis médicos se están peleando por mí. Si salgo de ésta, con gusto nos vemos pronto por allá».
Conocí a Alfredo en 2001. Lo primero que me llamó la atención fue la manera de exponer sus ideas y experiencias educativas: clara, informal, conversacional y llena de un gran sentido del humor. Era evidente que su espíritu había abrevado en los textos de Edgar Morin, quien llegó a ser uno de sus mejores amigos. Pero Alfredo había desarrollado un pensamiento autónomo al paso de su ejercicio docente. Lo segundo que me impacto fue su humildad, una humildad genuina. A ella llegó por la vía de la sabiduría, ese estado que viene con la experiencia, con una vida plena de reflexión, autocrítica y amor por lo que se hace. Esta condición de Alfredo contrasta mucho con el medio académico actual, en el que todo mundo saca sus credenciales a la menor provocación, en el que todo mundo se siente experto. Él no. Más bien tendía a señalar, reiteradamente, que no tenía mucho que decir, que no tenía mucho que enseñar. Y, sin querer, acababa diciendo mucho y enseñando mucho.

Conversar con él siempre fue un aprendizaje, así fuera durante la comida mientras disfrutábamos una cervezas. Alfredo encarnó la educación que tan desesperadamente necesitamos hoy. Es el profesor que a todos nos gustaría haber tenido. Ahí están sus libros de donde podemos seguir abrevando y descubriendo sus lecciones de vida. Pero hay uno muy especial, por medio del cual podemos conocerlo aún mejor. No fue escrito por él, sino por algunos de sus ex-alumnos: Pensar y enseñar desde la complejidad. El oficio y el estilo del maestro Alfredo Gutiérrez Gómez. En su mensaje a los lectores, Edgar Morin escribe: «Es maravilloso que existan sobre la tierra personas de la calidad humana de Alfredo. Eso me da optimismo y esperanza». En uno de sus capítulos, una de sus ex-alumnas se refiere al ambiente que creaba Alfredo durante sus clases en la Universidad Iberoamericana:
No sé exactamente cómo lo lograba, pero construía un espacio en donde afloraban las preguntas, nuestras preguntas. Nosotros queríamos interrogarnos, pero no sabíamos cómo. Él lo posibilitaba. Sabía que no responder apresuradamente era fundamental: la pausa y el silencio en el diálogo eran centrales; y las preguntas eran nuestras, así también sus respuestas. No se trataba de un consejero, el cual ágilmente nos diera la respuesta acertada; tampoco de un terapeuta o psicoanalista, que pretendiera ir deshilando y analizando nuestro discurso. Es el profesor quien ha decidido acompañarnos y hacerse nuestro amigo. (McKelligan, 2005: 160 y 161).
Creo que en eso consiste la educación. En saber acompañar. En saber suscitar preguntas y en provocar la búsqueda de respuestas. Es dar la palabra, al tiempo que se enseña a escuchar. Es hacer posible el silencio en medio del ruido. Es resistir a la superficialidad y la burocracia del aparato educativo. Es hacer salir la flor a través de una fisura en el concreto. Es la tarea improbable que a fuerza de amor se puede hacer cotidiana. Por todo esto, hoy, recuerdo a Alfredo, al profesor, al amigo.
Referencia
McKelligan, María Teresa. (2005). «Aprovechándonos de Alfredo». En César Delgado Ballesteros (editor) Pensar y enseñar desde la complejidad. El oficio y el estilo del maestro Alfredo Gutiérrez Gómez. México: Universidad Iberoamericana. Pp. 157-162.