Con esta entrada termino la serie «Regresar a casa». El título hace alusión a lo que diversos autores (Edgar Morin, Thomas Berry, Stephan Harding…) proponen en tiempos tan críticos: reconocernos los humanos como una sola especie (tan fragmentada en culturas, religiones e ideologías) y reconocer que el planeta Tierra es nuestra única casa y tratarla como tal, vernos como integrantes recién llegados de una compleja comunidad que ha evolucionado por 4 600 millones de años.
Devon.
Atraído por el tema, pasé dos semanas en el Schumacher College, participando en un curso que no sólo me ha abierto la mente a nuevas ideas y teorías sobre la evolución y nuestro planeta. También ha abierto mis sentidos, mi intuición y mi lado espiritual (no religioso), adormecidos dentro de ese ámbito que llamamos intelectual. La experiencia, sin duda, ha sido la más enriquecedora en los últimos años de mi vida académica. Es un parteaguas que me muestra otros caminos para hacer investigación, para mi práctica docente y, lo más importante, para vivir la vida.
El Schumacher
Ahora se abren nuevos proyectos a corto y mediano plazo, que incluyen seminarios abiertos y emergentes, publicaciones, cursos y talleres y el trabajo colaborativo en red con gente que está comprometida con un verdadero cambio cultural en otras partes del mundo.
Saludos a Rupert, Sean, Satish y Stephan desde este blog, desde este rincón del mundo. Gracias por sus enseñanzas.
Después de pasar dos semanas en el Schumacher College, en Devon, cuento con dos días y medio para explorar un poco Londres. Mi lista de lugares para visitar no es nada corta y dudo que pueda completarla. Debo adelantar que los Kew Gardens quedaron fuera y quizá sea lo más lamentable de todo, pues este jardín botánico es de los más bellos y visitados (por turistas e investigadores) del mundo. Será para la próxima vez.
Galería Tate Modern, antigua planta eléctrica: sala del generador
Le echo una ojeada a mi guía de Londres, una bestia de 450 páginas y con un peso aproximado de kilo y medio (que por cada 500 metros de caminata aumenta medio kilo más). Trazo mi ruta: comenzar en la galería Tate Modern y caminar por lo que se conoce como el South Bank (que como el nombre indica, está sobre el lado sur del río Támesis), una franja sobre la que se encuentran importantes galerías, museos, salas de conciertos y, por supuesto, el London Eye →
London Eye, impresionante rueda de la fortuna de 135 metros de altura.
Llegar hasta el Westminster Bridge, que me pasa al otro lado del río justo donde están las Casas del Parlamento y el Big Ben
→ Dar vuelta a la derecha y tomar la avenida Whitehall (pasando por donde están las guardias de la Reina y la casa del Primer Ministro, en Downing Street) → Pasar por Trafalgar Square, subir por St Martin’s Lane y Long Acre→
Trafalgar Square… un poco abarrotada de gente.
Hacer un amplio recorrido por Covent Garden → Tomar Coventry Street y llegar a Picadilly Circus → Subir al West End (zona de teatros y espectáculos de todo tipo -sí, de todo tipo) → Rematar el día con una cena en el Chinatown (apenas un par de calles, pero con más de 50 restaurantes para escoger).
Vista desde un restaurant chino.
El recorrido me toma todo el sábado. Más tiempo del planeado. Es que sobre el mapa todo se ve tan sencillo. Pero hay que tomar en cuenta las múltiples paradas, entradas a edificios, recargas de energía en pubs, tentempiés de restaurantes, breves y aleccionadoras desorientaciones, etcétera. Los viajes ilustran, pero cansan.
Todo es parte de una aventura que podría llamarse, siendo de plano muy reduccionistas, académica. Pero es más que eso. Se trata de salir de los «loops» de los hábitos y las rutinas, para dar paso a posibles bifurcaciones: esos momentos en los que cada decisión nos descubre nuevos paisajes, texturas y experiencias. Donde cada deriva nos aleja de nuestros planes y nos acerca a nosotros mismos.
Estoy conciente de mi modalidad de turista en Londres, completamente distinta a la de peregrino (para utilizar palabras de Satish Kumar) en Devon. Dos experiencias distintas. Pero ambas se complementan para formar una unidad que me ha enriquecido. El reto ahora es ampliar las notas que he tomado durante 15 días, reflexionar sobre qué pasó y cómo compartir con otras personas lo aprendido.
¿Cómo desacelerar para llegar más lejos, ir más allá?
¿Cómo hacer menos, pero hacerlo bien?
¿Cómo tener una vida más plena con menos cantidad?
¿Cómo crear un futuro que sea rico en tiempo y nos permita prestar atención a lo que nos rodea y a lo que hacemos?
Si pudiéramos contestar estas preguntas en nuestras universidades, si los jóvenes las reflexionaran a fondo, sería un buen comienzo para mejorar la educación… y nuestro mundo.
El viernes 2 de julio dejo el Schumacher College poco antes de la una de la tarde. Tomo el tren de las 13:22 de Totnes a Londres. Tres horas de viaje. Dormito a ratos. Despierto. Trato de organizar mis pensamientos en torno a lo que he vivido durante las dos semanas inmerso en el curso sobre la teoría Gaia y la evolución de la conciencia. Es imposible separar el contenido del curso de las personas que lo impartieron, del lugar geográfico en el que está situado el Colegio, del método (si se le puede llamar así), de la filosofía educativa, de las actividades realizadas… Constituye un todo indivisible. Es el encuentro más cercano que he tenido con aquello que denominamos transdisciplina.
Viene en el tren un grupo de muchachas que parecen divertirse de lo lindo. Ríen y hablan en voz alta, quizá más alta de lo que los cánones ferroviarios ingleses lo permiten. A mí no me molesta. Por el contrario, le da un toque más alegre al viaje que lo hace más ligero. Pero hay un señor (de esos con pinta muy inglesa) que se la pasa moviendo la cabeza, en desacuerdo con el jolgorio. No resiste más y se levanta de su asiento. Les pide que por favor le bajen el volumen, que dejen descansar al resto de los pasajeros. Preveo una respuesta sarcástica y fulminante de las chicas. Pero no. Todas acatan la “sugerencia”. Bajan las voces. Se ríen con mesura. Pero no pasan más de cinco minutos y la cosa está igual. Nuestro personaje hace una expresión como de “es imposible con estas chicas”.
Rupert Sheldrake, Stephan Harding, Sean Kelly y Satish Kumar han dejado ya una profunda huella en mi ánimo. Los cuatro articulan saberes provenientes de las ciencias llamadas duras, las humanidades, la filosofía, y de una rica experiencia ligada a lo espiritual. Viven lo que predican. Es decir, hay un profundo compromiso ético en lo que hacen. Hacen educación de una manera congruente. Me ha impresionado mucho el sentido de comunidad que se vive en el Schumacher. El profundo sentido de lugar que se respira allí. La capacidad de contar historias de todos. El tiempo de meditación. La hora de preparar los alimentos. El momento de trabajar en el jardín. Las excursiones por la región de Devon. Todo es parte de una educación transformadora no sólo de las ideas, sino también de la percepción y del espíritu. Además, hay un sentido práctico que me llama la atención. Como dice Satish, “Mi preocupación no es acerca de otro mundo, sino acerca de este mundo. No busco el paraíso o la salvación, o algún tipo idealizado de otra vida: busco un profundo compromiso con la vida en el aquí y ahora, sobre esta Tierra, en este mundo”. Eso me alienta. Cierro los ojos.
Llego a Londres a las 16:22 hrs. Sólo tengo que salir de la estación Paddington y caminar unos cuantos metros para llegar a mi hotel. La señorita de la recepción me recibe con una amplia sonrisa y me dice: “señor, hoy es su día de suerte”. Pregunto si mi estancia va a ser gratis. Y me dice que no, que el hotel está overbooked (creía que esto sólo pasaba con las líneas aéreas). Pero todo está arreglado: me han hecho una reservación en otro hotel, en South Kensington, a unas cuadras de Harrods y cerca de Hyde Park. El taxi corre por cuenta de ellos. Me subo a él. Sí, es mi día de suerte.
El bioquímico británico Rupert Sheldrake es quizá uno de los científicos más controversiales que se ha aventurado al estudio del mundo de la mente, la conciencia y la evolución, fuera de los caminos ortodoxos de la ciencia. En 1981 publicó un libro que armó gran alboroto entre los científicos de todo el mundo: Una nueva ciencia de la vida. Allí explicaba una de las hipótesis más revolucionarias de la biología contemporánea: la de la resonancia mórfica. Tuve la oportunidad de conocerlo y conocer de primera mano su teoría en el Schumacher College, Inglaterra.
Rupert Sheldrake
Comienza su curso cuestionando si la mente tiene límite, si está localizada en el cerebro. Sus investigaciones apuntan a que la mente está en el cerebro, pero que se extiende mucho más allá de él. De hecho, constituye un campo. De ahí que fenómenos como la premonición, o incluso la telepatía, no sean ni paranormales o sobrenaturales. La mente tiene cualidades muy superiores a las que normalmente la ciencia está dispuesta a aceptar. De hecho hay una explicación biológica. Y esa explicación es la que ha expuesto en años recientes.
Sus audaces teorías han sacudido el mundo de las ciencias, sobre todo en el campo de la morfogénesis. Hay quienes dicen que sus contribuciones serán reconocidas algún día al mismo nivel que las de Newton y Darwin. Por supuesto, también hay científicos que no pueden aceptar que dentro de las «ciencias serias» se introduzcan temas tan «subjetivos» como el de la conciencia.
La mente se extiende al mundo que nos rodea, conectándonos con todo lo que vemos. Esta teoría de la “mente extendida” es una vuelta de tuerca a la propuesta del propio Sheldrake de los campos mórficos que parecen llenar todo el espacio y extenderse en el tiempo con la asombrosa capacidad de generar todas las formas animadas e inanimadas del universo, e incluso los comportamientos de los seres vivos, mediante un proceso que él denomina “causación formativa” basado en la resonancia mórfica.
Las mentes de todos los individuos de una especie -incluido el hombre- se encuentran unidas y formando parte de un mismo campo mental. Ese campo mental afectaría a las mentes de los individuos y las mentes de estos también afectarían al campo.
Parvada en perfecta sincronización
«Cada especie animal, vegetal o mineral posee una memoria colectiva a la que contribuyen todos los miembros de la especie y a la cual conforman», afirma Sheldrake. De este modo si un individuo de una especie animal aprende una nueva habilidad, les será más fácil aprenderla a todos los individuos de dicha especie, porque la habilidad «resuena» en cada uno, sin importar la distancia a la que se encuentre. Y cuantos más individuos la aprendan, tanto más fácil y rápido les resultará al resto.
Utilizando su teoría de la resonancia mórfica, Sheldrake ha podido reinterpretar las regularidades de la naturaleza para verlas más como hábitos que como leyes inmutables, ofreciendo así una nueva comprensión de la vida y la conciencia. Sus investigaciones tratan de demostrar que las formas y hábitos pasados de los organismos influyen en los organismos presentes, por medio de conexiones inmateriales a través de tiempo y espacio. En otras palabras, la evolución no descansa sólo en la transmisión genética de la información y en la adaptación a las sucesivas situaciones ambientales. Hay un pasado, una memoria colectiva a la que tenemos acceso.
Banco de peces
Rupert Sheldrake tiene un gran sentido del humor. Tiene la habilidad de tocar temas muy complejos de manera clara y sencilla. Durante dos días nos mantiene interesados, curiosos, divertidos. No faltaron sus fotos y videos sobre parvadas, cardúmenes, gatos, perros y otros animales. Una teoría fascinante. Me pregunto acerca de sus implicaciones para mi actual investigación: la educación coevolutiva. Esto implica seguir leyendo sus libros. Sobre todo el último: Morphic Resonance. The nature of formative causation (2009, ParkStreet Press)
Guiados por Stephan Harding, el martes salimos a caminar por el sur de Devon. Subir y bajar por un sinuoso camino que, en una sucesión de paisajes de extraordinaria belleza, nos llevó a la ciudad puerto de Dartmouth. El propósito no era estirar las piernas, hacer un poco de ejercicio, distraernos de la intensa actividad en el Schumacher College.
En camino
La propuesta era emprender una caminata de 4,600 metros. ¿Por qué tal distancia? La intención era darnos la oportunidad de sentir y experimentar la larga transformación de nuestro planeta. El reto era cómo hacer que un calendario geológico, que rebasa por mucho la escala humana, tuviera sentido. El desafío de esta experiencia consistía en crear un vínculo físico, emocional y mental con la evolución terrestre.
Un campo de flores
Cada metro caminado equivalía a un millón de años del proceso evolutivo de la Tierra. Cada paso representaba 500 mil años. En total 4,600 millones de años, desde que nuestro planeta era una esfera incandescente de metal fundido y gases, pasando por la aparición de la vida y su arborescente proliferación cámbrica, hasta el presente: un organismo inteligente al borde de la sexta extinción masiva de especies, al borde de la destrucción.
El mar
En ciertos puntos del recorrido, Stephan nos detenía para decirnos dónde estábamos parados, en qué momento de la evolución terrestre nos encontrábamos. Ésto nos ponía en perspectiva el largo, lento y complejo proceso creativo de Gaia, es decir la Tierra vista como un organismo inteligente. Así, nos deteníamos durante la aparición de los océanos, hace 4,200 millones de años… cuando apareció la vida en forma de células bacterianas, hace 3,900 millones de años…
Vista desde el periodo Cámbrico
Caminar sobre el tiempo geológico es revelador. El pensamiento racional cede a otras formas de conocimiento que nos permiten enriquecer nuestra experiencia (o mejor dicho, que la hacen emerger). Se comprometen nuestros sentidos de manera orgánica y se amplía nuestra percepción de la realidad. La descubrimos interconectada, diversa y única. Tal sensación nos abre a un sentido de reverencia por lo viviente y por lo no viviente.
Caminamos durante tres horas. No podía falta el agudo sentido de humor de Stephan. Llegamos a la explosión cámbrica (la aparición y proliferación de organismos macroscópicos multicelulares), hace 530 millones de años. Para festejar semejante orgía de la vida, nos refrescamos en una heladería, ya en la bahía de Dartmouth.
Finalmente, meditamos sobre esos 30 centímetros finales del camino, cuando apareció el Homo sapiens. Guardamos un momento de silencio, de agradecimiento al planeta. Pensé en la monumental arrogancia de la especie humana de creerse la cúspide de la evolución. En su afán de dominar la naturaleza para su propio beneficio. En su infinita ignorancia en una era que no ha tenido el menor sonrojo de llamarse “sociedad del conocimiento”.
Los últimos 30 centímetros
Aún así, Gaia no nos ha abandonado. Quizá está esperando a que, al fin, surja en nosotros los humanos, los recién llegados, una chispa de inteligencia.