Estoy cada vez más convencido de que es necesario desacelerar. Vivimos en tiempos de gran velocidad. No sabemos a dónde vamos, pero eso no importa. Lo que cuenta es la rapidez. Todo se mueve a ritmo del cronómetro y de la productividad. Hay que hacer más cosas en menos tiempo. Cada vez dormimos menos y comemos más rápido. Carl Honoré (2004) nos dice que el culto a la velocidad nos ha empujado hasta el punto de ruptura. Los japoneses tienen ya una palabra para denominar la muerte debido a exceso de trabajo: karoshi. Es un mal mundial que nos arrastra a todos. El teléfono celular nos recuerda en todo momento y a todas horas que nuestras vidas no son realmente nuestras. Las laptops extienden las horas de trabajo a los fines de semana, las noches, las madrugadas. Bien decía Marshall McLuhan que «el medio es el mensaje» (después dijo que «el medio es el masaje»).
Ya no hay tiempo para contemplar un atardecer (incluso a muchos les puede parecer cursi o una pérdida de tiempo), para conversar, para degustar la comida, para compartir con los amigos o la familia, o simplemente para no hacer nada. Ya no hacemos sobremesa. No hay tiempo para el arte, para aprender a tocar un instrumento o a cocinar, arreglar el jardín, intentar dibujar y pintar, aprender otro idioma, leer y escribir por puro gusto, sin que nadie nos lo exija. A los jóvenes se les dificulta mucho apreciar una película lenta (como Lo que queda del día o incluso como Odisea del espacio 2001), o una música con un tempo pausado (como la Sinfonía Pastoral de Beethoven), con sutiles riquezas. Hoy todo es acción, ruido, muchos decibeles, informaciones fragmentadas y mensajes obvios. La escuela no esta a salvo: «En el mundo competitivo, la escuela es el campo de batalla donde lo único que importa es ser el primero en la clase» (Honoré, 2004: 205). Hoy las universidades enseñan para ser productivo, competitivo y exitoso, en un mundo globalizado.
Ernesto Sábato nos dice:
En el vértigo no se dan frutos ni se florece. Lo propio del vértigo es el miedo, el hombre adquiere un comportamiento autómata, ya no es responsable, ya no es libre, ni reconoce a los demás. Se me encoge el alma al ver a la humanidad en este vertiginoso tren en marcha en que nos desplazamos, ignorantes atemorizados sin reconocer la bandera de esta lucha, sin haberla elegido.
Al tiempo que nos volvemos más «productivos», los pocos momentos de ocio los rellenamos de horas frente al televisor, o consumiendo los productos ya predigeridos de la cultura de masas (hoy multimillonario negocio): música, noticias, diversión, libros de superación personal, comida rápida, Internet…
¿Qué tal si un día nos desconetamos del celular, la televisión y la Internet? ¿Qué tal si decidimos comenzar algo nuevo, algo que rompa completamente nuestras rutinas y hábitos? Eso en realidad puede ser algo subversivo. Porque nos podría dar la oportunidad de ver la realidad desde otra perspectiva, descubrir que hay otras prioridades en la vida, de pensar por nosotros mismos, de realizar proyectos que nadie nos exige. Es tiempo de recuperar la lentitud, la pausa, la conversación con los demás, nuestra capacidad de dialogar con nosotros mismos. En fin, comenzar a construir nuestra propia autonomía y vivir nuestras propias vidas. Quizá descubramos que la felicidad está más cerca de lo que pensábamos, y no allá en ese mundo del éxito y la competitividad.
Referencia
Honoré, Carl. (2004). Elogio de la lentitud. Un movimiento mundial desafía el culto a la velocidad. Barcelona: RBA Libros.