Comida lenta, promesa de un renacimiento de la vida regional

A la economía le debemos dos conceptos extraordinarios: escasez y pobreza. La abundancia de nuestro planeta (trabajo paciente de la naturaleza por más de 4 mil millones de años) fue desmantelada (monocultivos, absurdos métodos de producción, destrucción de relaciones ecológicas y ciclos) en unos cuantos siglos y convertida en un redondo negocio alimentario a escala mundial. Hoy, un puñado de corporaciones controla cultivos, investigación genética, tecnologías para trabajo mecanizado, fertilizantes químicos y pesticidas, biocombustibles, redes de distribución, cadenas de fast food, etc.

No se trata sólo de un daño ecológico de dimensiones planetarias, sino también de la pérdida de autonomía de comunidades y regiones de todo el mundo, a partir de uno de los fundamentos más importantes de la cultura: la alimentación. Alrededor de la comida se construyen fuertes relaciones comunitarias y familiares, así como con la tierra, y los ciclos naturales. La comida industrializada, en cambio, ha trastocado las pautas, ritmos y costumbres de las sociedades y nos ha alineado con una vida cronometrada y dedicada a la eficiencia (sea lo que signifique). La comida rápida es el epítome de esta cultura.

Este es el mundo de la producción masiva, en el que se están olvidando valiosos conocimientos y habilidades para cultivar y cuidar la tierra, donde también está desapareciendo el arte de cocinar y de compartir la comida, de conversar, de hacer pausa. Pensemos un momento sobre esto: hemos perdido el control de las fuentes de los alimentos. No se requiere de una reflexión profunda para darnos cuenta de todo lo que está en juego. Todo por la “conveniencia” de ir al supermercado y comprarlo todo ya empacado y listo (o casi) para comer. El problema es que toda esa comida, para llegar a nuestra mesa, tiene que recorrer cientos o miles de kilómetros, engullendo enormes cantidades de energía de combustibles fósiles, uno de los factores más importantes del calentamiento global.

Pero hay quienes han reaccionado a esta absurda economía y manera de vivir la vida. Por ejemplo, en 1986 se abrió un McDonald’s en el centro histórico de Roma. La gente reaccionó en contra de tal atentado y varios periodistas organizaron una comida al aire libre. Esta iniciativa culminó con la creación del movimiento Slow Food (comida lenta), encabezado por el periodista piamontés Carlo Petrini. Hoy, este movimiento alcanza a más de 100 países y entre sus principios se encuentran: desarrollo de las culturas gastronómicas regionales; la preservación de la biodiversidad; la elaboración artesanal (no industrial) de los alimentos; la difusión de prácticas orgánicas de cultivo; la recuperación del arte de conversar sobre la mesa.

Se siguen sumando esfuerzos por todas partes para recuperar local y regionalmente el poder de la alimentación. Se han creado centros en los que se difunden conocimientos sobre permacultura, la conversión de huertos, jardines y bosques en áreas para el cultivo de alimentos. Todo cuidando las relaciones ecológicas. Asimismo, hay iniciativas en las que se promueve que los alimentos no viajen más un cierto número de kilómetros (ahorra energía y evita el uso de conservadores). Hay escuelas en donde los niños producen sus propios alimentos, como parte de un curriculum que incluye el cuidado de la naturaleza y el aprendizaje de los principios de la vida. En fin, hay una creciente red de movimientos que, aunque son aún minoría en un mundo mercantilizado, están sentando las pautas para fortalecer las regiones y establecer nuevas y sanas relaciones entre la cultura y la naturaleza.

Aquí hay algo sobre qué pensar cuando nos estemos comiendo una rica hamburguesa, acompañada de una deliciosa bebida de cola. Slurp!

Fuentes de inspiración:

Honoré, Carl. (2005). Elogio de la Lentitud. Un movimiento mundial que desafía el culto a la velocidad. Barcelona: RBA Libros.

Kumar, Satish. (2010). Earth Pilgrim. Totnes: Green Books.

Pils, Ingebord y Stefan Palmer. (2010). Italia de mis sabores. Bath: Parragon Books.

Una amistad tardía

Alfredo Gutiérrez falleció en agosto de 2008. Él sabía, desde tiempo atrás, que sobrevendría ese desenlace. Su espíritu y su buen sentido del humor siempre prevalecieron ante lo inminente. En una ocasión lo invité a dar un seminario a la Universidad Veracruzana y su respuesta fue: «Mira mano, en estos momentos mis médicos se están peleando por mí. Si salgo de ésta, con gusto nos vemos pronto por allá».

Conocí a Alfredo en 2001. Lo primero que me llamó la atención fue la manera de exponer sus ideas y experiencias educativas: clara, informal, conversacional y llena de un gran sentido del humor. Era evidente que su espíritu había abrevado en los textos de Edgar Morin, quien llegó a ser uno de sus mejores amigos. Pero Alfredo había desarrollado un pensamiento autónomo al paso de su ejercicio docente. Lo segundo que me impacto fue su humildad, una humildad genuina. A ella llegó por la vía de la sabiduría, ese estado que viene con la experiencia, con una vida plena de reflexión, autocrítica y amor por lo que se hace. Esta condición de Alfredo contrasta mucho con el medio académico actual, en el que todo mundo saca sus credenciales a la menor provocación, en el que todo mundo se siente experto. Él no. Más bien tendía a señalar, reiteradamente, que no tenía mucho que decir, que no tenía mucho que enseñar. Y, sin querer, acababa diciendo mucho y enseñando mucho.

Alfredo Gutiérrez

Conversar con él siempre fue un aprendizaje, así fuera durante la comida mientras disfrutábamos una cervezas. Alfredo encarnó la educación que tan desesperadamente necesitamos hoy. Es el profesor que a todos nos gustaría haber tenido. Ahí están sus libros de donde podemos seguir abrevando y descubriendo sus lecciones de vida. Pero hay uno muy especial, por medio del cual podemos conocerlo aún mejor. No fue escrito por él, sino por algunos de sus ex-alumnos: Pensar y enseñar desde la complejidad. El oficio y el estilo del maestro Alfredo Gutiérrez Gómez. En su mensaje a los lectores, Edgar Morin escribe: «Es maravilloso que existan sobre la tierra personas de la calidad humana de Alfredo. Eso me da optimismo y esperanza». En uno de sus capítulos, una de sus ex-alumnas se refiere al ambiente que creaba Alfredo durante sus clases en la Universidad Iberoamericana:

No sé exactamente cómo lo lograba, pero construía un espacio en donde afloraban las preguntas, nuestras preguntas. Nosotros queríamos interrogarnos, pero no sabíamos cómo. Él lo posibilitaba. Sabía que no responder apresuradamente era fundamental: la pausa y el silencio en el diálogo eran centrales; y las preguntas eran nuestras, así también sus respuestas. No se trataba de un consejero, el cual ágilmente nos diera la respuesta acertada; tampoco de un terapeuta o psicoanalista, que pretendiera ir deshilando y analizando nuestro discurso. Es el profesor quien ha decidido acompañarnos y hacerse nuestro amigo. (McKelligan, 2005: 160 y 161).

Creo que en eso consiste la educación. En saber acompañar. En saber suscitar preguntas y  en provocar la búsqueda de respuestas. Es dar la palabra, al tiempo que se enseña a escuchar. Es hacer posible el silencio en medio del ruido. Es resistir a la superficialidad y la burocracia del aparato educativo. Es hacer salir la flor a través de una fisura en el concreto. Es la tarea improbable que a fuerza de amor se puede hacer cotidiana. Por todo esto, hoy, recuerdo a Alfredo, al profesor, al amigo.

Referencia

McKelligan, María Teresa. (2005). «Aprovechándonos de Alfredo». En César Delgado Ballesteros (editor) Pensar y enseñar desde la complejidad. El oficio y el estilo del maestro Alfredo Gutiérrez Gómez. México: Universidad Iberoamericana. Pp. 157-162.

Desacelerar, recuperar la lentitud

Estoy cada vez más convencido de que es necesario desacelerar. Vivimos en tiempos de gran velocidad. No sabemos a dónde vamos, pero eso no importa. Lo que cuenta es la rapidez. Todo se mueve a ritmo del cronómetro y de la productividad. Hay que hacer más cosas en menos tiempo. Cada vez dormimos menos y comemos más rápido. Carl Honoré (2004) nos dice que el culto a la velocidad nos ha empujado hasta el punto de ruptura. Los japoneses tienen ya una palabra para denominar la muerte debido a exceso de trabajo: karoshi. Es un mal mundial que nos arrastra a todos. El teléfono celular nos recuerda en todo momento y a todas horas que nuestras vidas no son realmente nuestras. Las laptops extienden las horas de trabajo a los fines de semana, las noches, las madrugadas. Bien decía Marshall McLuhan que «el medio es el mensaje» (después dijo que «el medio es el masaje»).

Ya no hay tiempo para contemplar un atardecer (incluso a muchos les puede parecer cursi o una pérdida de tiempo), para conversar, para degustar la comida, para compartir con los amigos o la familia, o simplemente para no hacer nada. Ya no hacemos sobremesa. No hay tiempo para el arte, para aprender a tocar un instrumento o a cocinar, arreglar el jardín,  intentar dibujar y pintar, aprender otro idioma, leer y escribir por puro gusto, sin que nadie nos lo exija. A los jóvenes se les dificulta mucho apreciar una película lenta (como Lo que queda del día o incluso como Odisea del espacio 2001), o una música con un tempo pausado (como la Sinfonía Pastoral de Beethoven), con sutiles riquezas. Hoy todo es acción, ruido, muchos decibeles, informaciones fragmentadas y mensajes obvios. La escuela no esta a salvo: «En el mundo competitivo, la escuela es el campo de batalla donde lo único que importa es ser el primero en la clase» (Honoré, 2004: 205). Hoy las universidades enseñan para ser productivo, competitivo y exitoso, en un mundo globalizado.

Ernesto Sábato nos dice:

En el vértigo no se dan frutos ni se florece. Lo propio del vértigo es el miedo, el hombre adquiere un comportamiento autómata, ya no es responsable, ya no es libre, ni reconoce a los demás. Se me encoge el alma al ver a la humanidad en este vertiginoso tren en marcha en que nos desplazamos, ignorantes atemorizados sin reconocer la bandera de esta lucha, sin haberla elegido.

Al tiempo que nos volvemos más «productivos», los pocos momentos de ocio los rellenamos de horas frente al televisor, o consumiendo los productos ya predigeridos de la cultura de masas (hoy multimillonario negocio): música, noticias, diversión, libros de superación personal, comida rápida, Internet…

¿Qué tal si un día nos desconetamos del celular, la televisión y la Internet? ¿Qué tal si decidimos comenzar algo nuevo, algo que rompa completamente nuestras rutinas y hábitos? Eso en realidad puede ser algo subversivo. Porque nos podría dar la oportunidad de ver la realidad desde otra perspectiva, descubrir que hay otras prioridades en la vida, de pensar por nosotros mismos, de realizar proyectos que nadie nos exige. Es tiempo de recuperar la lentitud, la pausa, la conversación con los demás, nuestra capacidad de dialogar con nosotros mismos. En fin, comenzar a construir nuestra propia autonomía y vivir nuestras propias vidas. Quizá descubramos que la felicidad está más cerca de lo que pensábamos, y no allá en ese mundo del éxito y la competitividad.

Referencia

Honoré, Carl. (2004). Elogio de la lentitud. Un movimiento mundial desafía el culto a la velocidad. Barcelona: RBA Libros.