La cosa está así. Desde que salió al mercado, será cosa de unos tres meses, la nueva cámara digital Nikon D7000 me había hecho ojitos. Una belleza negra con 16.2 Mp de resolución… y con ese misterioso pequeño botón llamado «bracket» (no voy a entrar en detalles técnicos, pero créanme, es magia pura). Conforme se acercaba el fin de año (y con él, la Navidad), hice mis mejores esfuerzos para informar a todos quienes me rodean y me quieren (hipótesis por demostrar) sobre mis crecientes deseos de poseer esa maravilla tecnológica. El problema era que, invariablemente, me decían «¿y por qué no te la compras?»

Finalmente, mis repetitivas y cada vez menos sutiles estrategias surtieron efecto. Así que hace unos días Tere me dijo, «Está bien te la voy a comprar, y ese va a ser mi regalo de Navidad». ¡Zucutrucu! (expresión que denota desbordada alegría) Ahora la susodicha maravilla descansa frente a mí… perfectamente empacada, envuelta en papel dorado y con un enorme y elegante moño rojo. Y es aquí cuando entra en escena esa dimensión altamente compleja de la ética pre-navideña: ¿puedo abrir con cuidado el envoltorio, sacar la cámara, el lente (18-105 mm) y su respectivo manual, con el fin exclusivo de probarla… de asegurarme de que todo está bien?
Busco en los archivos familiares, y no encuentro antecedentes de un acto similar. Nadie ha pre-abierto un regalo con el fin de probarlo. No hay evidencias de que se haya roto el protocolo oficial del intercambio de regalos (ISO 6660). La materia parece alcanzar niveles de algo cuasi-sagrado. Dije «cuasi». Ahora debo aclarar que no me mueve ningún afán insano y prematuro de ponerme a jugar ya con mi juguete. No. Se trata de un procedimiento elemental de prueba técnica anticipada (PTA, por sus siglas en español). ¿Se imaginan la situación tan embarazosa que se podría generar en medio de la algarabía si la D7000 no funciona como se espera? No se diga más. ¿Dónde puse mi navaja suiza?