Ojeo un diario que comencé a escribir el 27 de diciembre de 2003. Bueno, es más una especie de registro de ideas que un diario. Tiene en la portada una reproducción de una pintura de Vincent van Gogh (1853-1890): Rama de almendro en flor.
Me detengo en la entrada que escribí el 27 de agosto de 2005 y que se titula «Caos y Pedagogía». Leo lo siguiente:
Cuando el proceso educativo deja atrás el programa e incursiona en la estrategia y la improvisación (como el músico de jazz), los objetos de estudio, sin dejar de perder su centro, se abren a múltiples interacciones, se descubren nuevas relaciones. Esto es, se complejizan.
Cuando el profesor deja de ser el centro de todo y se convierte en un participante más, se abre el espacio al diálogo y al intercambio horizontal. Cada participación, imposible de prever en el programa, impulsa al objeto de estudio a otro lugar. Hay otros paisajes y texturas. Cuando la comunicación es intensa, cada pequeña contribución hace que el aula navegue libremente por aguas insospechadas.
La clase está sujeta a turbulencias y parece alejarse cada vez más de su punto de partida. Puede haber confusión, errancias y derivas, pero todo contribuye al descubrimiento. No hay participación que se «salga del tema», aunque algunas veces eso les parezca a los estudiantes.
Efecto mariposa: el comentario más insignificante puede causar una tormenta en el salón. Puede perseguirnos aun fuera de clase. Relámpagos y rachas huracanadas en nuestra mente pueden hacer difícil conciliar el sueño. Pero, eventualmente, se regresa al punto de partida. Ya no es el mismo. Se ha enriquecido y se le ve en su relación con otras cosas.
Esta entrada la escribí después de una muy productiva experiencia caótica en el salón de clases. Sí, es necesario que nuestra educación abra las ventanas y las puertas al caos, a la organización no jerárquica, aunque los docentes le tengan terror a «perder el control». Es necesario desprogramar la educación.