Entre un cuarteto de cuerdas, fractales y enfermeras

La morfina es una potente droga que se extrae del opio (adormidera), de uso frecuente como analgésico en medicina. El nombre se lo dio su descubridor, el farmacéutico alemán Friedrich Wilhelm Adam Sertürner, en honor a Morfeo, el dios griego de los sueños. Su fórmula es C17H19NO3, en caso de que quieran ponerla en el juego de Scrable. Es una droga psicoactiva que provoca poderosos efectos relajantes, analgésicos y narcóticos. También leo en Wikipedia que suele generar sensaciones placenteras y alucinaciones: percepción de elementos que no encuentran correlato en el mundo real (pero también otros que sí lo tienen… me consta). La adormidera no es otra que la planta que conocemos con el nombre de amapola real y cuyo nombre científico es Papaver somniferum. Recuerdo que hace algunos años, por la belleza de sus flores, las amapolas solían habitar en muchos jardines de las casas. Pero ya nadie se anima a tenerlas.

Por otra parte, Bernard Herrmann (1911-1975) fue un músico estadounidense que se especializó en la composición de temas para películas, como Ciudadano Kane, Taxi driver y Farenheit 451. Pero quizá su composición más conocida sea la música que hizo para la película Psicosis (1960), dirigida por Alfred Hitchcock. Nota: sigue spoiler. A todos quienes la vimos, se nos quedó grabado en las profundidades de nuestros lóbulos temporales ese fragmento para la escena de la regadera, en la que Norman (Anthony Perkins) apuñala a Marion (Janet Leigh): esas notas chillonas y agudas de las cuerdas repetidas una y otra vez, al ritmo del cuchillo al clavarse en el cuerpo de la chica. La obra lleva el título de Psycho Suite y tiene una duración aproximada de 9 minutos. Está dividida en 11 mini-temas que corresponden a igual número de situaciones de la trama. Incluida, por supuesto, la terrible escena de la regadera. Si bien Herrmann compuso la obra para cuarteto de cuerdas, hay una versión interesante para orquesta sinfónica (secciones de cuerdas), que se puede ver en YouTube: https://www.youtube.com/watch?v=fQwzJ6VvUD0. Nota: la parte de la regadera comienza a los 5:53 minutos.

Justo el día de mi cumpleaños ingresé al hospital, con dolores abdominales muy fuertes. Después de un largo y minucioso examen e interrogatorio, fui diagnosticado: lo que me aquejaba merecía por lo menos un par de semanas internado hasta que la crisis fuera superada. De ahí podría irme a casa para seguir recuperándome. Estuve en la sala de urgencias varias horas, después de las cuales me llevaron a mi cuarto. A partir de ese momento fui sometido a una medicación cronométricamente administrada día, tarde y noche, a una dieta muy rigurosa y a un poderoso analgésico que me aplicaron por vía intravenosa durante la primera semana. La dieta, debo decir, en verdad fue implacable. Nada de lo que me gustaba podía comer y todo lo que odiaba era precisamente lo que me servían: tés de yerbajos, atoles espesos, gelatinas con sabor artificial, consomés y ensaladas de zanahoria con chayote. ¡El temible chayote! Siempre he creído que fue una anomalía en los 3 900 millones de años de evolución de la vida en la Tierra. Cada vez que entraba alguno de los doctores (llegué a contar hasta 34), le preguntaba “¿Cuándo cree que pueda volver a comer unas enfrijoladas con huevo, chorizo de Las Vigas y salsa de chile seco?”. Nunca me contestaban. Se limitaban a sonreír, revisar mi bitácora y salir de la habitación tan rápido como habían entrado.

Es justo mencionar que el conjunto de enfermeras que me atendió durante 18 días constituyó un verdadero mecanismo de relojería las 24 horas del día. La aplicación de medicamentos vía intravenosa, el registro de la temperatura, la presión y otros signos vitales, así como asegurar que el catéter estuviera funcionando adecuadamente, se llevaba a cabo con precisión matemática. Su labor no solo la desempeñaban con profesionalismo sino también con sentido del humor. Debo confesar que la imagen que tenía de las enfermeras cambió por completo. Cuando estaba en la primaria, cada año, todos los niños teníamos que presentar un certificado de salud que incluía una radiografía de tórax y el temible análisis de sangre. Las enfermeras que nos atendían entonces en el Centro Gastón Melo disfrutaban viendo cómo casi nos desmayábamos ante la presencia de la jeringa. Nos trataban con rudeza y nos daban órdenes como “¡No te muevas, mocoso tonto, o te voy a volver a picar!”. Llegué incluso a pensar que si El Santo (el enmascarado de plata) iba a perder alguna vez en el ring, tenía que ser con las Enfermeras del Gastón Melo. Nunca tuve la menor duda.

En la madrugada del día # 1 de mi estancia en el hospital, a las tres de la mañana para ser exactos, tuve la primera señal. La habitación estaba completamente oscura. De pronto, la puerta se abrió y entró un intenso haz de luz que provenía del pasillo que me obligó a entrecerrar los ojos. Fue cuando apareció la oscura silueta de una enfermera armada con una descomunal jeringa. En esos precisos momentos, comencé a escuchar el tema de la escena de la regadera de Psycho Suite. Entonces comprendí cómo iba a estar la cosa en el hospital: ¡Nada mal! Mi segunda experiencia sucedió cuando me llevaban a realizar un ultrasonido abdominal. El camillero empujaba con entusiasmo mi camilla por interminables corredores, sorteando con habilidad doctores, enfermeras y pacientes, a quienes solo les veía el torso. El recorrido por ese laberinto se me hizo interminable. De pronto, salido de no sé dónde, nos rebasó un ciclista enfundado en su malla ajustada, con su casco y goggles de carreras: llevaba el suéter amarillo de líder de la etapa, ¡como en el Tour de France! Me saludó con un movimiento de cabeza y me aventó una botella de agua sin darme tiempo a agradecerle el gesto. Y esto apenas comenzaba.

En efecto, eso fue apenas el comienzo. Durante una semana no supe si estaba despierto, dormido o alucinando. O todos estos estados superpuestos a la vez, parecido al caso del gato de Schrödinger (solo que en una caja más grande). Una de las experiencias más placenteras se repetía todas las noches antes de dormir: cientos de miles de hormigas salían de un pequeño orificio en la pared, frente a mi cama. Realizaban complejas formaciones que siempre terminaban reproduciendo figuras fractales, esas estructuras geométricas que consisten en la repetición del mismo patrón a distintas escalas. Pude corroborar, por otra parte, que mi tiempo transcurría más lentamente que el tiempo de los demás. Cuando yo creía que debían ser las cuatro o cinco de la mañana, apenas iban a ser las 9 o 10 de la noche. Estoy seguro que esto tiene que ver con la Teoría Especial de la Relatividad de Einstein, particularmente con la paradoja de los gemelos y sus relojes: según mis cálculos, salí del hospital unas 177 horas rejuvenecido (que finalmente me fueron descontadas por el padecimiento por el que fui internado en el hospital). También pude dialogar con algunos autores de libros que recién había leído. Con el artista chino Ai Wei Wei pude discutir acerca de la posibilidad de preparar un chilpachole con los cangrejos (He Xie) de porcelana de una de sus exposiciones. Con Stefano Mancuso (léase su The Revolutionary Genius of Plants, Atria Books, 2017) hablamos sobre el papel de las plantas en la construcción de territorios sustentables y el futuro de la especie humana, siempre y cuando no se incluyera al chayote.

Si bien la dieta, la comida y estar en cama (esta última experiencia, la más deshabilitante jamás experimentada) durante los 18 días que permanecí en el hospital fue realmente algo espeluznante, los poderosos efectos del analgésico que me aplicaron rescataron por completo la experiencia. Ahora sé todo de lo que me perdí durante la década de los años 60.

Friedrich Wilhelm Adam Sertürner, (c) AKG Images.

Esta entrada está dedicada a la memoria de Friedrich Wilhelm Adam Sertürner.